Fierro tiene un videoclub, a dos cuadras de mi casa. Hasta la llegada de los DVD’s y las grandes cadenas, era la visita obligada si te esperaba una tarde de lluvia y nubarrones. A veces, nos cruzaba en la puerta de mi casa, mientras jugábamos a la pelota. Y siempre, cada vez que pasaba, nos pateaba un penal. Si se lo atajábamos, nos regalaba un alquiler. El elegido guardameta era Lucio, por supuesto. Lucio no le tenía miedo a los pelotazos, ni a rasparse, ni a los moretones, por eso atajaba.
Una vez establecidas las condiciones de la apuesta, cada uno tomaba su lugar. Eran como dos cowboys alejándose espalda con espalda, sabiendo que solo uno de los dos saldría airoso del duelo. Fierro tomaba la caprichito, la acercaba hasta casi rozar la baldoza y después de unas caricias la soltaba. Y retrocedía, mirando fijo el improvisado arco, limitado por la fachada del edificio a un lado y el tronco de un árbol al otro.
Lucio no se dejaba intimidar, por supuesto. Ya se había calzado los guantes y abría los brazos como un ave a punto de volar, expectante. Fierro esperaba que el viento amainase (se sabe que las caprichito son bastante volátiles) y, en el momento justo, sacaba un derechazo a rastrón, a colocar. Momentos mágicos si los hay, el arquero se lanzaba en la búsqueda del esférico sin importar lo que hubiera en medio, y volaba, diablos si volaba; quedaba suspendido en el aire por unos segundos, en magnífica coreografía, intentando alcanzar aquel balón cuyo único destino era clavarse en el fondo de la red. Y la tapaba. Por supuesto que lo hacía. Todos corríamos a vitorearlo, era el héroe de la tarde, el elegido.
Fierro seguía su camino, sonriente, sabiendo que le había alegrado, al menos un poco, la tarde a tres pibes que mataban el aburrimiento jugando al fútbol en la vereda. Y sonriente te recibía cuando ibas a cobrar la apuesta.
Hace unos años me enteré que tuvieron una hija, con su mujer. En el parto hubo un problema con la columna del bebé, lo que le provocó una parálisis. A veces veo a la nena en la calle, en una silla de ruedas que parece de juguete, o intentando caminar con unas muletas que parecen escarbadientes.
Fierro nunca más volvió a patear un penal.
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