Venís cabeceando en el 60 hace unos minutos ya. Un día de mierda, de esos que de principio a fin parecen destinados a cagarte la vida. Y encima, llueve. Abrís los ojos y sonreís como un pibe, sin saber por qué, mirando las líneas que forman las gotas de agua contra el vidrio. Y en ese momento la ves. Ella está sacando el boleto. Aunque afuera se acaba el mundo, se ve perfecta, como si nada. Se acerca hacia vos, mientras guarda el cambio, y se te viene todo abajo, menos los huevos, claro.
Y se sienta en el individual de adelante.
Ya estás despierto. La aparición de esta mina te pegó como un ladrillazo en la cabeza. Tenés la vista fija en su nuca. Una cola de caballo lanza el pelo por detrás del respaldo. Lo sentís tan cerca que casi lo tocás. De repente te das cuenta de que es la primera vez en años que mirás a una mina y no a las tetas. La cuestión es que esta mina te está volviendo loco, y ya empezás a maquinar estrategias de acercamiento para cortejarla. “¿Me acerco a la oreja y le tiro un ‘Sos hermosa’?” “¿Le toco el hombro y me tiro a chanta?” Mil y una pelotudeces en tu cabeza. Y vos como un boludo, ahí, mirando una nuca. Un manojo de pelo que te atrae como si fuera un imán, casi que te calienta, dirías.
Es en ese momento que alguien se para entre los dos. Una viejita, con la bolsa de hacer las compras. Y el paraguas del otro lado, que te mojó toda la gamba. En otro momento la putearías, pero se te ocurre una idea mejor. Te parás y le dejás el asiento, con el más amable “sientese, doña” que exhalaste en tu vida. Y ya está. Sos un duque francés, un caballero inglés, un dandy. Sos DIOS. O al menos eso creés. Das unos pasos de banana y te parás ahí, a dos o tres asientos de ella, como para no perderla de vista. Es la nuca más hermosa que viste en tu vida. Te preguntás como no se inmutó ante tamaña obra que acabás de realizar. La mirás a la vieja, que te sonríe amablemente. “Viejaputaylareputaqueteparió”.
Y se te viene encima la parada. Y sos un cagón. Y como buen cagón que sos, no le vas a decir nada. Ni la más puta palabra. Ni siquiera tenés huevos como para mirarla a la cara. Tocás el timbre y bajás. De dios pasaste a querubín de tercera categoría. Das unos pasos tristes mientras el bondi sigue frenado al lado tuyo, esperando el corte del semáforo. Decidís llevarte un recuerdo de ella, aunque sea el último, y estirando el cuello mirás por entre las cabezas. Y ahí está. Te mira.
Y sonríe.
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