El libro de arena. J. L. Borges (1975)
Como bien dice Jorgito, todos los relatos dicen ser verdad, pero éste, mis queridos amigos, es verdad. Me acaba de pasar, hace minutos nomás, recién vuelvo de la calle. De la infaltable napolitana con fritas de mitad de semana. Y del infaltable aguante del bondi que llevará al Sr. E. a su casa, fumando unos puchos y cerrando la velada.
La parada del 41 está acá nomás, a, digamos, y sin temor a exagerar, cincuenta metros de casa. Arribamos con E. como de costumbre, con la esperanza de que el transporte se avistara a la distancia y así poder emprender el retorno sin esperas. Pero ni rastros; sale un pucho. Un flaco está sentado enfrente, también fumando y esperando. Tiene un morral a su costado. Mientras espero y hablo con E., se acercan otros dos. Se detienen a nuestras espaldas, entre el flaco que ya estaba en escena y nosotros. Los miro, al pasar. Dos caras como tantas otras. Uno pelado, el otro me suena, me detengo un poco más, ¿lo conozco? No, nada que ver. Sigo hablando con E.
Y pasa lo que estás esperando, lector: claro, el título no está al pedo. El pelado se acerca al flaco del morral y le pide un pucho. Desde acá apenas se escucha lo que hablan. Pero ya obtuvo el tabaco y, ¿qué onda? Se queda ahí, con pose de predador, inclinado hacia adelante, gesticulando mientras habla. Su compañero está un poco más cerca; sigue “esperando” el bondi. El viento me trae unas palabras, así como un cachetazo, y me doy cuenta.
– Dale, dale, no te quiero lastimar.
La concha de tu madre, loco. Sí sí, antes me había dado la impresión pero lo acabo de confirmar, estos dos lo están choreando al del morral. Aquí, señores, discúlpenme, pero la mente no da abasto para asimilar todo lo que pasa. O al menos mi mente. La cuestión es que el pibe entrega el celular, y yo miro, estoy congelado. Le da el celular al pelado y sigo mirando. Y el otro flaco que estaba atrás mío me mira. Y creo que el pelado también me mira. Pero no. O sí. No sé. Está todo medio oscuro. Estoy congelado (¿ya lo dije? Sí, perdón que me repita, pero… qué se yo). Bueno, no sé, yo siento que los dos tipos me miran. Que todo el mundo me está mirando. Me miran fijo, el tiempo no pasa, y ahí me doy cuenta, pero no del choreo. De que estoy cagado en las patas.
Sí mi querido lector, hago un paréntesis en el relato, que se me está alargando a extensiones peligrosísimas para la web, si llegaste hasta acá es porque querés ver sangre y tiros, mirá si te conoceré; y digo y acepto y afirmo lo que viene. Debajo de todas estas palabras bonitas, esta cosa de romántico incurable, de amores y tristezas y melancolías, debajo de todo eso, hay un Señor Cagón. Hola cómo estás.
Pero bueno, la cosa es que los tipos están ahí, mirándome. A mí y a E., que está a mi lado.
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