Y sí. Los pies no reaccionan como para salir corriendo, y la situación tampoco amerita un escape cobarde, así que ante el llamado de la ley retrocedemos nuestros pasos. El cana está parado al lado de Morral, con el pecho inflado y los pulgares dentro del chaleco, como sujetándose los pectorales. No es el oficial que detuvo al Pela (ya casi un amigo a esta altura), sino uno de los que bajó del patrullero, encargado del procedimiento, al menos en apariencia. Un saludo seco, y:
– ¿Ustedes vieron el hecho?
E. no duda en afirmar que sí. Yo no respondo. Y la solicitud no se hace esperar: nos pide ejercer nuestro deber ciudadano, atestiguando lo ocurrido. Yo digo que aceptamos, siempre y cuando el ratero no vea nuestras caras. Soy cagón, no se podría esperar otra cosa. Me dicen que no hay problema, listo. El damnificado y el oficial vuelven al patrullero, que ha quedado a unos quince metros, doblando la esquina. Nos quedamos en silencio. Yo sé que E. tiene un examen mañana, y él sabe que yo lo sé. Y la noche avanza. Le doy el ok a un pedido implícito, que se siente en el aire, sin demasiadas ganas:
– Andá si querés.
– ¿Seguro?
– Seh, no hay drama.
Minga que no hay drama. Pero bueno, si algo me enseñó Carlín es que Amigos son los amigos. El bondi viene increíblemente al instante, otra vez parece mentira, así que me quedo ahí, fumando. Otro pucho, por supuesto, el anterior ya se había apagado. Vuelve el cana, vuelve el flaco. Pregunta por E. “Se fue”. Me pide el documento. Nunca salgo con documento, ¿podés creer que justo ese día lo tenía? Se lo doy sin oponer resistencia. El policía (probablemente apellidado Ramírez) vuelve una vez más al auto, el flaco del morral se queda esta vez. También está fumando. Un cagón reconoce a otro cuando lo ve, se los puedo asegurar. Está nervioso, tanto o más que yo. Y cagado. Y no está mal. Con un segundo celular da de baja el Nextel que le acaban de chorear.
Pasan los minutos. Los canas siguen alrededor del patrullero, como una tribu, hablando. El flaco me cuenta que qué locura, que estaba en la boca del lobo, que su mujer debe estar preocupada, que le chupa un huevo el Nextel porque era del trabajo y no les va a servir de nada, “¿cuánto se pueden hacer, 50 mangos?”. Qué se yo flaco, me quiero ir a mi casa. No se lo digo, por supuesto, de afuera se me ve el ceño fruncido en gesto de preocupación y una escucha activa. La verdad es que sigo cagado.
Ahí vienen tres oficiales. El que los atrapó, Starsky, el probable Ramírez y un tercero. Me juego las bolas a que es Hutch. Le plantean al denunciante la situación, más o menos de la siguiente manera:
– ¿Cómo te llamás?
– Pablo.
– Ok, mirá, Pablo, el ashunto es el siguiente: lo que tenemos que hacer ahora es ir hasta la seccional. El muchacho acá presente (o sea yo) nos va a tener que acompañar y prestar declaración (lareconchadetumadreloco). Ahora, te voy a deshir una cosa. Yo revisé personalmente al sospechoso, y no tiene ningún arma. Tampoco tiene tu celular. Entonces, ¿qué pasa? Vamos a ir, vas a tener que hacer el papeleo, lo vas a molestar al muchacho aquí y el tipo sale a las dos horas. No tiene nada. Ni siquiera marihuana, como para hacerle algo. Yo por mí no tengo problema, tengo que trabajar toda la noche hasta el mediodía, el ashunto es si vos querés malgastar tu tiempo y el tiempo del muchacho.
Mierda de situación. Me habré puesto pálido cuando escuché lo de ir hasta la comisaría. Dejémonos de joder, dale. Lo mejor del caso es que Morral lo piensa. Realmente está considerando ir hasta allá por nada. No me quiero extender mucho, pero después de un intenso intercambio sobre derechos y deberes, el tipo finalmente decide no hacer la denuncia.
Alivio por un lado, y miedo (una vez más) por el otro: ¿lo vas a soltar acá al Pela? ¿Estamos todos locos? Me va a fichar y me va a hacer su puta por el resto de mi vida. Decime que te lo llevás… se van nuevamente al patrullero a discutir. Empiezo a creer que me van a pedir un mango para tirarlo lejos, al mejor estilo remise, para que me quede tranquilo.
Pero no. “Ramírez” nos propone un trato: no puede legalmente llevarse al ex-chorro, debido a que no está oficialmente detenido, pero casualmente tiene una buena noche y va a considerar llevárselo y tirarlo en alguna plaza. Eso sí, no quiere ni imaginarse que en los días subsiguientes nos vamos a aparecer en la Comisaría reclamando un robo y diciendo que tal policía no actuó. Que le demos nuestra palabra. “Un pacto de caballeros”, lo llama. De más está decir que no tenemos objeciones, por lo que sellamos el arreglo con un apretón de manos.
Recuperado mi documento, regreso a pie la media cuadra que me separa de casa, mirando cada rincón, asustado, pensando que el que escapó, el de la mirada fija, va a saltar de cualquier sombra para abrirme la tráquea en dos con una navaja oxidada. Pero no pasa nada. Llego, me siento, y me pongo a escribir. Así de simple.
Quedará para el lector el juicio de las actitudes tomadas por las personas de esta historia, mi opinión personal, después de tres semanas, ha variado de punta a punta. Y me la reservo.
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