Mientras me acercaba a las primeras piedras del andén, un destello iluminó el cielo oscurecido, como un flash gigante de algún fotógrafo negro que quizás observe desde la penumbra. Apuré el paso. Las luces de un tren se asomaron allá al fondo. El ramal Suárez se llevó a toda la gente que había en el andén, dejándome solo, parado en 80 metros de línea amarilla.
Aquel rayo (o uno igual) volvió a repetirse, auspiciando esta vez una fina lluvia que me llevó a guarecerme bajo los metales de la escalera de cruce, esperando el ramal Mitre que me llevaría a la sequedad. Decidí fumar un cigarrillo para mitigar la espera y la soledad (como siempre) escuchando mientras el sonido de la lluvia, de las gotas golpeándose en el cemento, suaves como chispas de una fogata, oh paradoja.
Aún más suave, por lo bajo, me sorprendió un murmullo proveniente de mis espaldas, un arrastrarse pausado seseando por el piso. Volteé para encontrarme con una vieja que caminaba por la vereda lindante al andén. Unos 70 años (soy malo con las edades), con la cara arrugada y nariz de bruja. Tenía el pelo cano, revuelto y sucio. Vestía una combinación de distintas prendas que la inflaban y deformaban haciendo grotesco su caminar; unas zapatillas Nike grises (que habrían sido blancas) reventadas y deshilachadas, también sin forma. Arrastraba con desdén un cartón como cualquier otro cartón, acercándose a mí. Aunque no se acercaba a mí. No se acercaba a nada. Buscaba refugio por simple instinto, por la probable imposibilidad de secarse pasada la lluvia, razón más que suficiente para evitarla. Permaneció ajena a mi mirada, a mi curiosidad burguesa de descubrirla en su mundo; yo no existí para ella, así como ella no existió para mí hasta ese momento en que nuestros mundos se encontraron, así como también dejaría de existir cuando el tren llegara. Acomodó el cartón en el piso, cubierta ahora sí por las mismas escaleras que desde lo alto me cubrían a mí, y lo sacudió un poco con la mano como quien pasa el repasador por la mesa después cenar. Se sentó y acomodó. Miró a un costado, miró al otro. Despacio se acostó acurrucada, una mano hurgando en la boca algún resto de comida. En el transcurso de ese acomodo encontró la posición: esa en la que después de dar vueltas acostado en la cama encontrás el punto en donde todos los ligamentos hallaron su lugar y los músculos empiezan a relajarse, y la única certeza es que el sueño vendrá pronto y permanecés inmóvil por temor a perderla.
La vieja miraba perdidamente hacia arriba, hacia el cielo, a la lluvia que caía pacientemente, y de repente, con otro destello, recordé a la clochard, a Emmanuèle y Célestin, a Rayuela y Cortázar, otra vez.
Cuando mis reflexiones rumbeaban y empezaban a generar conciencia y a punto estaban de convertirme en un tipo comprometido con lo social y dispuesto a luchar por una realidad mejor, vino el tren y con él me fui. Ahí quedó la vieja, bajo el puente y la lluvia de mierda en la estación Colegiales.
Había un tipo igualito a Ricardo Montaner sentado enfrente mío.
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