Si hay algo que odio, que aborrezco con toda mi alma, que me da asco y me repugna, es la mentira. Pero pará. Pongamos las cosas en claro. Porque la primer oración podría catalogarme en el ámbito del extremismo. Y no es mi caso.
Es lógico, natural y normal mentir en ocasiones. Está claro que todos tenemos secretos, aspectos que no queremos que el otro conozca. Hay cosas que uno oculta, como por ejemplo disfrutar al sacarse los mocos, meterse un dedo en la oreja y mirar lo que sale, oler vehementemente los pedos propios y miles de etcéteras más.
Dicho esto, supongamos que si te agarro y te pregunto: “Che, y a vos, ¿te gusta sacarte los mocos?” es comprensible que tu respuesta sea un “no” rotundo, hasta quizás, en un despliegue de actuación, pongas cara de asquito y todo. Y probablemente estés mintiendo descaradamente. Quizás te encanta urgar en tu nariz cuando nadie te ve o alguna otra práctica soez. Y no está mal, no te pido que lo digas, por el bien de todos seguí ocultándolo.
Entonces, el punto no son las mentiras de juguete*, las pasajeras, las mentiras pelotudas que no joden a nadie (hasta quizás nos salvan en más de una ocasión), el punto está en las mentiras de vida, las que pretenden ya no ocultar un secreto aislado o un sector oscuro, sino todo un ser. Lo que se dice, en la jerga técnica, mentiras malaleche.
Mentiras con las que se especula, mentiras en las que se involucra al otro, mentiras en las que uno no se muestra tal cual es, mentiras que necesitan un depositario, que van dirigidas, pensadas y diseñadas exclusivamente para cierta persona, mentiras absolutamente inservibles, mentiras de miedo, cagonas, chotas, sin sentido, putas, mierdosas.
Y son las peores, por eso las odio tanto, les quiero vomitar encima, pero ojo: no por la mentira en sí misma. El problema no está en la mentira malaleche en sí misma, porque mientras es perpetrada se la desconoce.
El problema está cuando el mentido se encuentra ante la mentira y se descubre, se revela. Ese momento en que la mentira es descubierta, es su nacimiento y su muerte como tal. No existe más. Entra entonces el sentimiento de amargura y desilusión. Y bronca, y lo que quieras meterle.
El mentido sabiéndose mentido retrocede y repasa los momentos en que tuvo a la mentira frente suyo y no se dio cuenta. Y descree al mentiroso*. Y se putea y se piensa pelotudo e ingenuo, usado, manoseado, crédulo, estúpido. Empieza a perder la confianza en el otro, se vuelve sospechoso de todo, paranoico, piensa en cuántas otras mentiras le fueron plantadas sobre su cara y creyó sin más, se cuestiona sentimientos, palabras, miradas. Busca razones, porquéses, paraqués que nunca va a encontrar. Se convierte en un pobre tipo, básicamente.
Como todo en la vida, esa sensación de haber sido cagado termina pasando. Ese sentimiento de patetismo interior se expulsa de a poco como un malestar estomacal, hasta que la flora intestinal vuelve a crecer. Alguna vez creo que lo dije, pero creo que la mente tiene esa extraña capacidad para olvidar todo lo choto y lo malo y quedarse con lo bueno. No está mal, por supuesto, de eso se trata poder vivir felizmente y no ser un rencoroso de mierda. Entonces, después de que el tiempo pasa, el mentido ya está listo para recibir nuevas mentiras.
Hasta que descubre que volvieron a mentirle.
* para leer más mentiras podés hacer click en ésta.
** he procurado eliminar un párrafo que expone al perfil del mentiroso. No valen la pena.
Leave a Reply