Claro, somos todos vivos ahora. Todos amantes de la música. Ahora que se puede llevar en un coso así de chiquito más música de la que se puede consumir en un viaje, todo el mundo anda por la calle, por los bondis, trenes y subtes, enchufados a los emepetreces.
Pero esto no fue siempre así, no señores, diganmé: ¿a cuántos podía encontrarse con auriculares en la vía pública hace tan sólo unos años? Con los dedos de la mano se los contaba.
Porque antes, para escuchar música transportable no bastaba con guardarse el cosito mp3 en un bolsillo cualquiera, sino había que calzarse el walkman a la cintura o, ante la incomodidad que esto suponía, llevar una mochila para cargar con él y así escuchar a los artistas preferidos. Si usted, estimado lector, tiene alrededor de 15 años y se piensa que con “walkman” me refiero a la última línea de celulares se equivoca: walkman era un aparato de generosas dimensiones (una especie de ladrillo con menos peso, digamos) que cumplía la función del reproductor de mp3 actual.
Por supuesto que, a diferencia del mp3, en un cassette no entraba la discografía completa de los Beatles o los casi 80 discos de La Mona Jiménez. Como máximo entraban 90 minutos de audio. Así que había que seleccionar bien el cassette que ibas a cargar, no fuera cuestión de que subido al 67 en viaje para el microcentro te agarraran ganas de escuchar otra cosa. Ni hablar de pasar los temas. La autonomía de los walkman era bastante acotada, así que gastar pilas en el rew o el ff era un lujo que uno no se podía dar. Así que los temas de mierda de mitad del disco había que bancárselos.
Además, supongamos que el cassette en cuestión era una copia personal, tal vez de algún disco compacto, tal vez de alguna selección de temas grabada directamente de la radio (horas y horas de atención a la espera de aquel tema favorito que nunca pasaban, para después, cuando finalmente sonaba, putear al inútil del locutor porque pisaba el final). En estos casos era posible que quedara un espacio en blanco al final de la cinta. Así que para no gastar pilas uno debía sacar el cassette de su compartimiento, hacerse de una birome (Bic de ser posible) introducirla en el agujero correspondiente (que variaba de acuerdo al lado que querías escuchar) y comenzar a girar. Los más avezados desarrollaban la técnica del revoleo, que podía hacerse sujetando los extremos de la birome y haciendo girar el cassette rápidamente como un pollo a las brasas o, en su versión extrema, girando la mano en alto cual vaquero a punto de enlazar, con los peligros de eyección cassettera que supone una técnica semejante.
Estas y tantas otras peripecias había que sortear para poder salir a la calle escuchando música. Así que deje de hacerse el apasionado en el tren, entonando algunas estrofas de lo que anda escuchando, cerrando los ojos, frunciendo el ceño con expresión de cómo me llega al alma este tema. Porque melómanos, eran los de antes.
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