Ayer salí de mi casa, y nomás hacer cincuenta metros me cruzo con un pendejito. Llegaría a los doce, con suerte. Me llegaba a la cintura. Y de repente, este muchachito, mirando al horizonte, infla el pecho en pose macho-argento-me-la-re-aguanto, y exhala:
-¡EH! ¡MANGA DE PUTOS!
De su garganta emergió un sonido de flautín sopranino, casi afeminado diría, que contrastaba con la postura del joven, queriendo destrozar todo a su paso. Tuve ganas de cagarme de risa en su cara, de gritarle: “¡SALAME!”, de decirle cuán estúpido había quedado, de decirle que la vida
está a punto de venirsele encima y gritarle todos los días que es un puto, de avergonzarlo, por creerse el más poronga de la cuadra.
Pero no lo hice. Podría mentir y ponerle más onda a esta entrada diciendo que le partí la mandíbula con un cross de derecha y lo dejé chocolateando en el piso. Pero no lo hice.
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