El más sublime momento de la noche es volver caminando a casa. La ciudad me rodea, en silencio. En todos mis regresos ejerzo de anfitrión a una ceremonia ancestral, un ritual: extraigo con cuidado (sino cariño) el atado de fasos arrugado del bolsillo y saco el cigarrillo, para terminar en un beso que apenas empieza. No lo prendo, todavía. Acaricio la fina seda que lo contiene, y lo observo. Lo huelo. Siento el aroma profundo del tabaco al igual que el perfume de una mujer al pasar.
Con similar cautela tomo el encendedor y le brindo lumbre. Gime, se retuerce, cruje con el calor. Una bocanada de humo recorre mis pulmones, mientras mis dedos se iluminan bajo una luz anaranjada. Me llena, me completa. Exhalo el humo, que dibuja rostros danzantes que rodean mi cara y la traspasan en el avance. La noche sigue, impávida. La luna, el humo y yo. Nada más. Nadie más. Es en ese regreso eterno en donde por un instante llego a creer que no necesito otra cosa. Miro al cielo, gigante, infinito. Un auto pasa cerca y muy lejos a la vez. No lo siento.
Leo lo anterior y me doy cuenta que no me alcanzan las palabras para describir cuánto disfruto ese momento único, mío. La buena soledad. Ese cigarro eterno me destroza y me hace el amor a la vez: morimos juntos de placer sabiendo que la magia terminará algún día, que todo terminará siendo gris, opaco, sucio…
Y sin embargo, los dos sabemos que volveremos a encontrarnos bajo la próxima luna, y haremos el amor una vez más.
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