Sucedió de repente y sin aviso. Como todas las noches, todas las de invierno, como todas estas frías noches, el tipo sorbía su café parsimoniosamente, frente a la luz que emitía el viejo monitor. Se había convertido en su rutina, eso de surfear tomando un café. Y sin aviso, sucedió. Por primera vez en su vida, se sintió realmente solo. Pero no era de esas soledades fingidas, tan en boga hoy en día. Se sintió solo, miserable.
Sus contactos se desvanecían al rojo, como un séquito funerario despidiendo al muerto que parte. La angustia lo dominó. Estaba de novio, tenía amigos de esos que parecen eternos, pero entendió, de una vez y para siempre, que estaba y estaría solo por el resto de su vida. Por un segundo dejó de moverse. Sus ojos abandonaron la pantalla para dirigirse a la lejanía, a la oscura noche, como si pudiera distinguir la soledad de los otros, como si pudiera compartir al menos por un momento esa horrible soledad que de repente lo abordó. Nadie. El cielo se extendía eterno hasta el horizonte, sin una mínima muestra de vida humana, vegetal o animal.
Fue así también, de repente, que sintió su mejilla humedecerse. Derramó una tras otra. Lágrimas de bronca. Lágrimas de ira, de impotencia; de tantos años de tristeza acumulada, lágrimas de luchas, de peleas perdidas, lágrimas de injusticias, lágrimas de otros, lágrimas de amor, de pérdidas, de sufrimientos; de ese dolor agrio que desgarra el alma; lágrimas de mierda que me hacen sufrir hasta el cansancio, el cansancio de la vida.
Pobre tipo. Siempre me burlé de él, pero hoy, recién hoy, en esta noche, lo entendí. Y lloré con él.
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