Un conveniente bocinazo nos saca a todos de ese estado de estupefacción, de observación mutua. Pelado y compañía emprenden su escape hacia la avenida, mientras con E. aún nos preguntamos si chorearon a Morral o no. Y sí, lo chorearon: el pibe sale al trote detrás de los otros dos, ¿los va a perseguir? No… le está chiflando a un oficial de la Federal, que está pasando justo por ahí. Mirá vos, qué casualidad. Parece mentira.
La “lógica” indicaría que el cana, ante el pedido de ayuda del damnificado, elevara sus hombros en señal de yquéquerésquelehaga y se quede como si nada. Pero no, el tipo, al mejor estilo Starsky & Hutch, revolea a un costado la mochila, y en un mismo movimiento desenfunda y se mueve enérgicamente hacia los sospechosos, ordenándoles que se detengan. Esta parte de la acción no la veo, queda doblando la esquina, pero sí veo a E. yendo hacia allí para ver qué pasa. Yo sigo detenido en la parada. Te dije que estaba congelado.
Para cuando llego a la esquina y amplío mi campo de visión, el policía lo tiene al pelado contra la pared, y lo esposa con una mano mientras le clava la rodilla en la espalda. No hay rastros del otro. No hay nada que ver, yastá, pienso, y sin decirle nada, sin tocarlo, arrastro a E. de nuevo hacia la parada, en mi cara se leen las ganas de irme a la mierda. Definitivamente sale un pucho.
Entre la llegada inicial y todo este episodio, ya pasaron como tres o cuatro bondis. Así que volvemos a empezar. Esta vez hablamos poco, supongo que cada uno estará enfrascado en sus pensamientos. Ni dos pitadas le doy al cigarrillo, que cae al lugar un patrullero. Sin sirenas ni estruendos. Se abren las puertas, se bajan los ocupantes. Ahora son tres los oficiales, cuatro personas con el flaco choreado, que aparecen y desaparecen de mi vista tapados por la esquina, mientras hablan. Supongo que Morral está explicando lo que pasó. Y en eso de nuevo, como antes, el viento, caprichoso:
– Ellos lo vieron.
La concha de tu madre, loco, otra vez. A través de la esquina aparece un oficial, y nos mira, y el pibe nos señala; me miran, nos miran, como antes. Ojos acusadores. Murmurando le digo a E. que nos vayamos a la mierda, que nos van a agarrar como testigos. Él quiere quedarse, cumplir con su compromiso ciudadano. Yo no. Los siguientes minutos me darán la razón. Finalmente lo convenzo de rajar de ahí, y empezamos a caminar alejándonos de la esquina. Los puchos siguen encendidos. No hacemos más de tres pasos cuando, a nuestras espaldas, la Voz de la Autoridad:
– ¡Ustedes! ¡Alto!
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