Puedo acordarme de canciones que hace años dejé de escuchar. Puedo acordarme más de veinte números de teléfono que nunca voy a marcar. De frases y películas perdidas en el tiempo, anécdotas y caras y nombres. Pero no puedo acordarme de la voz de mi abuela. Por más que lo intente no logro un todo mental de ella.
Pero sí me acuerdo de retazos, imágenes sueltas que van y vienen a su antojo. Me acuerdo del viaje en tren para ir a visitarla, esos viejos vagones mitad amarillo mitad rojo color óxido, con los asientos rebatibles y el tapizado de cuerina roto, dejando asomar un relleno ya marrón de tiempo. El andén gris, y la corrida por el primer escalón circular del anfiteatro de la estación Mitre, que recordaba glorioso y descubrí decadente. Pateaba el montón de hojas caídas en otoño, y disfrutaba del crujido ante mis pasos, mientras mi vieja me retaba y advertía la posibilidad de pisar caca. Y doblaba la esquina, asomándome a la cuadra iluminada, mientras las cortinas de la casa de la abuela se escapaban de la habitación por el viento, y flotaban como suspendidas en medio de la vereda.
Y entonces, me adelantaba a mi vieja y mis hermanas corriendo, y me acercaba despacito hasta el borde de la ventana, mientras las cortinas flameando me desacomodaban el pelo.
– Abuela, abuela, llegamos.
Ella estaba dormida, mirando televisión, y se sobresaltaba al escucharme y decía que ahora iba, ahora iba. Y es en este punto de la memoria donde no logro verla. No sé a dónde se fue ni dónde estará. Lo único que encuentro, unos labios finos de donde nacían hacia todas las direcciones unas pequeñas arrugas angostas, frágiles, como nervaduras de una hoja, incontables. Sólo sus labios, su boca en medio de la nada, y un movimiento particular que hacía al hablar, sólo eso. No me acuerdo cómo me llamaba. Si Marce, si Nieto, o si tenía algún apodo cariñoso para darme. No me acuerdo como eran sus manos, o su tacto. Su voz sigue ausente para siempre.
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