“Hello darkness my old friend,
I’ve come to talk with you again…”
Simon & Garfunkel – The Sound of Silence
A unos 130 Km. de Puerto Madryn, en el límite con Río Negro, el complejo minero de Sierra Grande cuenta con las reservas más grandes de hierro en toda Latinoamérica. A fines de los años noventa, cuando ya la ex HIPASAM (Hierro Patagónico S. A. Minera) traía más de ocho años paralizada por la patilluda Ley 23.696 de Reforma del Estado, se había convertido en un pequeño complejo turístico y una parada obligada para el turismo patagónico.
Te calzabas el mameluco de minero, te ponías el casco con linterna y bajo un sol radiante y un cielo azul profundo sin una sola nube, comenzabas el descenso a pie por el inmenso túnel principal. A medida que ingresabas más y más en la tierra, mirabas hacia atrás y veías cómo el exterior se iba haciendo una luz pequeña, una lamparita de 30 Watts a punto de apagarse. Una vez adentro, había que prender las linternas de los cascos y se encendía alguna ocasional bengala para guiar nuestros pasos en la oscuridad.
La estrella de la excursión (al menos para mí) era el momento en que el guía nos desafiaba y preguntaba si queríamos experimentar la oscuridad y el silencio absolutos. La propuesta era simple, tan simple que hasta parecía estúpida: apagar todas las luces y silenciar todos los ruidos. Tarea más que difícil para un grupo de quinceañeros eufóricos, pero después de dos o tres intentos se lograba.
Y me pregunto ahora, mientras escribo, cómo voy a explicar lo que pasaba en ese momento. No había diferencia entre un abrir y cerrar de ojos. Los párpados subían y bajaban y las pupilas no registraban variación alguna, la negrura era total, tu propia mano levantada a la altura de la cara no se veía, no se sentía. No había piso, no había techo, no había paredes, no había distancias, se estaba ciego e inmóvil, porque el sólo hecho de dar un paso sin saber dónde pisar paralizaba. Y una vez que todos los sonidos acallaban, que los brazos dejaban de moverse buscando otros brazos, que las voces dejaban de murmurar, cuando empezabas a sentirte solo, absolutamente solo y sin compañía, aún estando rodeado por 30 personas, una especie de zumbido llegaba desde algún lado o desde todos los lados, para rodearte por la cabeza, por el cuerpo, por las manos de manera inexplicable, todo zumbaba y vibraba y ese sonido terrorífico iba en aumento, cada vez más y más fuerte, hasta que alguno no aguantaba más y de los nervios se reía o hacía ruido de pedo o cualquier estupidez, y mágicamente como si alguien chasqueara los dedos volvías a la realidad, volvían de a poco los murmullos y los suspiros de alivio, de satisfacción; alguna que otra linterna se prendía y empezabas a notar nuevamente los objetos, las profundidades, las distancias y esa tranquilidad que te daba saber a dónde iba a ir el siguiente y el próximo paso.
Siempre me gustó pensar que ese zumbido extraño era el sonido del silencio (aún antes de haber escuchado la canción de Simon & Garfunkel). Hoy supongo que tal vez sea causa de la ausencia de vibración del tímpano o algún fenómeno físico de esos medio extraños. Pero poco importa, de lo que quiero hablar es del terror que experimenté en ese momento. Y lo haré en la próxima, me parece, se hizo largo y no quiero aburrir.
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