Mientras escribo suena música en los parlantes. Se solapan además el ruido del ventilador de la fuente y del caloventor a mis pies (bendito sea). Si quisiera encontrarme con ese silencio total no podría: aún si sacara la música y silenciara de algún modo los ventiladores, quedaría el ruido de las teclas hundidas al paso de mis dedos. Y de todos modos, para qué intentarlo. En la ciudad que (dicen) nunca duerme, siempre hay algún bondi que atraviesa la noche, alguna frenada, bocina, grito, puteada, sirena, zumbido.
Me alivia un poco ese saber. Esa tranquilidad de que siempre habrá un ruidito o algo que interrumpa el silencio. Porque estar en completo silencio es estar con uno mismo. Bastante boludo suena puesto así, lo sé, pero me refiero a ese encuentro propio en el que logramos penetrar y escarbar los más profundos pensamientos, en que de alguna manera nos sentamos yo y yo a tomar mates y a conversar, a mirarnos de frente. Yo y yo. Da miedo lo que puede encontrarse.
Por eso vivimos bombardeados, o dejándonos bombardear, siempre alguna canción, siempre leyendo algo, escuchando otra conversación en el tren, pensando en algo concreto y sin importancia como “qué culo ojos tiene la morocha aquella” o apurados porque llegamos tarde o lo que fuera. Siempre evadiéndonos. Uso el plural para no hacerme cargo, pero supongo que hablo de mí. Puede ser que a vos no te pase. Pero igual preguntate, si te animás, hace cuánto que no te invitás unos mates con vos mismo. Que no pensás en vos y exclusivamente en vos. Así de egoísta. Que no frenás un poco la carrera y te preguntás dónde estás parado, cómo estás parado y si esto es lo que querés. Y si llegás a eso, preguntate ya que estás cuál es el próximo paso que querés dar.
No es fácil pisar en medio de la oscuridad.
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