No me di cuenta hasta haber cruzado el pasillo y entrado a mi pieza que mi vieja tenía los ojos llorosos. Sentada en la mesa, frente al televisor, con su camiseta a rayas y el control remoto apretado entre sus manos, en la pantalla la gente haciendo cola para entrar al Congreso y el cuerpo inerte de Alfonsín en su cajón. Y los ojos de ella, rosados de llanto.
Mientras ceno a su lado sigue atenta al aparato, envuelta en sus lágrimas de recuerdos (y sueños quizás). Llora en silencio, despacio, como sin querer molestar, y se suceden en el televisor las caras y los discursos y las viejitas sosteniendo la foto del difunto, llorando, ensalzando su recuerdo.
Y de la mano de las lágrimas de mi vieja me voy allá, a esos 80 que me vieron nacer. Di mis primeros pasos en esos años agitados, con la democracia que alimenta, educa y cura, con los campeones del Mundial ’86 festejando en el balcón de la Casa Rosada, con la CONADEP y el Nunca Más, con las Cajas PAN, el Juicio a las Juntas, Campo de Mayo y la casa está en orden, con la hiperinflación y los saqueos y qué se yo cuántas cosas más.
No es que hoy me emocione por haberlo vivido; en esos años mis ojos de niño se detenían en cosas más banales (o no): mi recuerdo no pasa por los carapintadas sediciosos sino por mi abuela haciendo cuentas en australes o una etiqueta en la ventana de la pieza de mis hermanas. Estaba gastada ya, marrón de lluvias, pero la recuerdo perfectamente: un óvalo con los colores de la bandera Argentina y en el centro, grandes e impactantes, dos letras: “RA”. Mirá lo que eligió mi mente para llevarse de esos años.
Decía, me emociono hoy por algo simple, como esos recuerdos. El nudo en la garganta no se me hace por la muerte de Alfonsín, sino por verla a mi vieja sentada sola, llorando al televisor, atragantada de dolor, toda ella bondad, amor y silencio, despidiendo al tipo que la llevó orgullosa y Radical y ciudadana a las urnas, allá por el 83.
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