Entre los 24 y los 40: La vida que quise, la vida que fue y la que todavía me discute el camino

Una vez me dijiste:

– No es mi problema; a los 24 ya eras todo un hombre.

No, forra. Quién sos vos para decir quién era yo a los 24. Qué sabés si nunca me conociste.

A los 24 yo no sabía quién era. O mejor dicho: creía saberlo, pero estaba verde.

Tenía sueños grandes, energía, sensibilidad, talento, ideas; pero me faltaban años de vida, equivocaciones, silencios y noches solo para entender qué significaba realmente ser yo.

Tiempo de Balance (16 años de Narcisa)

Hay momentos en la vida que parecen pasar sin demasiado ruido, pero que con los años se convierten en puntos de referencia.

Entre mis 24 y mis 40 años, viví una transformación tan profunda que recién ahora puedo narrarla sin confusión.

No es una historia de héroe ni de víctima.

Es, simplemente, la verdad.

Una verdad en la que hubo amor real, sí; pero también hubo desgaste, abandono, manipulación, silencio familiar, culpa mal distribuida, decisiones tomadas desde el lugar equivocado y un costo emocional que no medí hasta que ya estaba roto.

Durante mucho tiempo pensé que la adultez era algo que se alcanzaba de golpe, como una marca en el DNI o un switch interno que se activa cuando tenés un hijo, firmás un contrato o comprás una casa.

Hoy sé que no: la adultez no es un hito, es un proceso.

Y a los 24 yo estaba recién empezando ese proceso.

Estaba verde, todavía descubriendo mis deseos, mis límites, mis talentos, mis tiempos.

Y sin embargo, terminé metido en una vida que no había elegido con conciencia.

Una vida que se me vino encima antes de que yo pudiera decidir cómo quería vivir la mía.


Ver también: Ser padre (postizo) a los 24 (¿A QUIÉN SE LE OCURRE?)


Hoy, con 40 años y el recorrido entero a la vista, puedo ordenar esa línea temporal sin miedo: lo que quise, lo que viví, lo que perdí, lo que entendí y lo que todavía sigo intentando recuperar.

Este texto es esa radiografía: la historia de cómo me desvié de mí mismo, cómo pagué el precio, y cómo vuelvo —por fin— a mi eje.


A los 24: el amor real, el sueño propio y un rol impuesto antes de tiempo

A los 24 yo estaba lejos de ser un hombre terminado.

Era más bien un proyecto de persona: sensible, inquieto, creativo, con una vida bohemia en ciernes y una lista de sueños que todavía no sabían cómo hacerse realidad.

Quería hacer música, quería escribir, quería viajar, quería vivir sin horarios.

No quería una vida convencional, y no lo digo con desprecio: simplemente sabía que no era para mí. En ese momento apareció alguien que no entró a mi vida como una amenaza, ni como una sombra, ni como un control. Entró como amor. Nos enamoramos. De verdad. Con esa intensidad joven que mezcla ingenuidad, entrega y una especie de valentía que solo se tiene cuando la vida todavía no te golpeó fuerte.

Ese amor inicial fue limpio, auténtico. No es justo reescribirlo como manipulación desde el primer día, porque no fue así. Nos elegimos porque sí. Porque nos hacía bien. Porque la vida parecía más grande si estábamos juntos. Pero yo estaba verde, y esa falta de madurez afectiva me volvió demasiado permeable.

No sabía todavía que amar no es lo mismo que cederlo todo.

No sabía que ayudar no es lo mismo que perderse.

No sabía que querer no implica renunciar a mis propios deseos.

Con el tiempo, esa falta de defensas hizo que entrara sin darme cuenta en una dinámica donde mi vida empezó a adaptarse a la del otro.

No por imposición explícita, sino por esa mezcla peligrosa de amor, miedo a fallar y necesidad de ser “suficiente”.

Antes de entender quién era yo como adulto, ya estaba cumpliendo roles que me quedaban enormes.

En vez de crecer hacia mí mismo, crecí hacia lo que los demás necesitaban de mí.

Y así, sin advertirlo, dejé de construir mi propio camino.


Lo que se pierde sin saberlo: la década que me costó mi creatividad, mi libertad y mi ritmo

Hay pérdidas que duelen en el momento, y hay pérdidas que duelen recién cuando las ves desde lejos. Las segundas son las más crueles.

Entre mis 24 y mis 37 viví de manera automática, apagando incendios que no eran míos, atendiendo demandas emocionales, sosteniendo estructuras ajenas, ocupándome de temas que no me correspondían.

Durante esa década, mi propia vida quedó en pausa.

No lo noté entonces porque estaba demasiado ocupado tratando de “hacer lo correcto”, de mantener la paz, de ser buen compañero, buen padre, buen hijo, buena pareja, buen todo.

Años después entendí que lo que se apagó en ese tiempo fue mi creatividad.

Mis composiciones quedaron a medio empezar.

Mis proyectos musicales se frenaron.

Mis planes de viaje se archivaron.

Mi tiempo dejó de ser mío.

La vida bohemia que siempre imaginé se fue desdibujando detrás de responsabilidades que nunca elegí del todo.

Y cuando uno deja de crear, algo profundo se resquebraja adentro.


Ver también: Abstinencia Artística


No se nota enseguida: se nota cuando mirás para atrás y ves todos los años en los que podrías haber crecido, grabado, tocado, escrito, volado… y no lo hiciste.

En paralelo, mi familia tampoco funcionó como sostén.

Cuando intenté pedir ayuda, apoyo, contención o simplemente comprensión, sentí una mezcla de distancia, invalidez y juicios que me dejaron aún más solo.

No había red. No había escucha. No había alivio.

Había un silencio que no abría espacio: lo cerraba.

Y con ese silencio, la sensación de estar cargando todo sin nadie detrás.


O SEA: Nadie Escucha A Tu Papá


Esa década no la perdí por irresponsable ni por distraído: la perdí porque estaba sobreviviendo emocionalmente.

Con el tiempo lo entendí, pero para entonces ya era tarde.


La lucidez que llega después: entender el patrón, el estrés postraumático y la caída

La claridad llegó tarde, pero llegó.

Llegó cuando compré mi casa en 2021, ese sueño que tenía desde mis 24.

Cuando entré por primera vez, con mi hijo de 8 años, me cayó la verdad entera como un baldazo: había creído durante años que el problema era yo.

Que mis reacciones eran exageradas, que mis quiebres eran inmadurez, que mis dudas eran fallas personales.

Pero al mudarme solo —por primera vez en años— entendí que no: lo que había vivido era estrés sostenido.

Un desgaste que te come la percepción, la paciencia, el ánimo, la capacidad de ver con claridad.

Con esa distancia física llegó la distancia mental.

Y empecé a recordar situaciones, tonos, gestos, amenazas veladas, silencios prolongados, exigencias, tensiones en el aire.

Y ahí pude ponerle nombre a algo que durante años no pude identificar: la estructura narcisista no se ve desde adentro.

El trastorno narcisista de la personalidad —lo aprendí demasiado tarde— no se reconoce en el espejo.

No se admite.

No se detecta con honestidad.

Tu narcisismo se manifiesta como una distorsión: un modo de invertir culpas, de apropiarse del relato, de hacer sentir al otro siempre equivocado.

mazza.com.ar

Yo había vivido años luchando contra un sistema emocional que nunca iba a reconocer su parte.


Ver también: Consecuencias de una relación de manipulación narcisista (ft. Déborah Murcia)


En ese momento, cuando pedí algo tan básico como un poco de apoyo familiar —“chicos, quiero reconstruir mi vida, ayúdenme un poco con el nene”— lo que recibí no fue comprensión, sino una reacción que me terminó de quebrar: prejuzgamiento, patologización, internación injusta, una lectura completamente errada de mi estado emocional.

Se enfocaron en lo visible —el porro, el cansancio, la caída— sin mirar lo que me estaba destruyendo en silencio: años de estrés, de desorden afectivo, de manipulación, de soledad encubierta.

Lo que yo necesitaba era una red.

Lo que recibí fue un juicio.


Lo que siempre quise: Tiempo, Música, Libertad, una vida propia

Mi sueño siempre fue simple: libertad.

Tiempo para crear. Para tocar. Para escribir.

Para construir una vida que se pareciera a mí, no a lo que esperaban los demás.

Desde joven imaginaba que iba a tener una existencia con aire, con movimiento, con viajes, con proyectos artísticos. Y varias veces estuve cerca de lograrlo.

Pero cada avance que hacía despertaba un conflicto nuevo, una traba, una exigencia, una crisis ajena que absorbía toda mi energía.

Cuando vivís así, dejás de construir.

Te convertís en sostén de vidas que no tienen ningún interés en que vos tengas una propia.

mazza.com.ar

Acá está lo que realmente importa: ese sueño sigue vivo.

La vida que quise siempre —la de música, silencio, libertad, creatividad, afecto sano— no está muerta.

Está esperando.

A veces me pregunto qué habría pasado si nadie me hubiese desviado.

Qué discos tendría.

Qué canciones habría grabado.

Qué ciudades habría conocido.

Qué versión de mí mismo sería hoy.

Pero ya no me quedo atrapado en esa nostalgia. Hoy sé que todavía estoy a tiempo de construir lo que siempre quise. No como aquel pibe de 24, sino como este hombre de 40 que entiende mejor el mundo y, sobre todo, se entiende mejor a sí mismo.

Y esa claridad hace algo poderoso: pone un límite.

Un límite a las dinámicas tóxicas.

A las expectativas ajenas.

A los vínculos que desgastan.

A la familia que aparece solo si decís que sí a todo.

A los acuerdos que ya no son acuerdos sino silencios incómodos.

Me tomó décadas entenderlo, pero llegó el día en que pude decir: mi vida vuelve a ser mía.


A los 40: dolores, límites y la responsabilidad de decir la verdad

Llegar a los 40 con esta historia encima no es derrota: es verdad.

Es haber visto lo peor, haber sobrevivido a lo que no debería haber vivido, haber sostenido personas que no eran mi responsabilidad y aun así seguir de pie.

Lo más duro hoy no es el pasado, sino el presente con mi hijo.

Porque muchos de sus silencios, sus distancias, sus enojos, no vienen de él: vienen del clima en el que vive.

Vienen de lo que escucha.


🏴‍☠️ Hijo: “TU PAPÁ ESTÁ LOCO”


Vienen de lo que absorbe.

Vienen de versiones de la historia donde yo soy siempre el que falla, el que no está, el que complica, el que frena.

Cuando en realidad fui yo quien estuvo ahí desde el día cero, incluso cuando me estaba desmoronando por dentro.

Mi familia tampoco aparece.

Si no soy el que dice sí a todo, desaparecen.

No preguntan cómo estoy.

No llaman.

No acompañan.

No entendieron que yo también necesitaba contención, que criar en medio de este caos emocional te deja herido.

Y ese abandono, más que enojo, hoy me deja una enseñanza: un hombre adulto tiene que aprender a sostenerse solo, incluso cuando debería haber tenido ayuda.

Con todo esto junto, la verdad que puedo decir sin tartamudear es esta: entre los 24 y los 40 me sacaron demasiado, pero no me sacaron del todo.

Todavía tengo música.

Todavía tengo inteligencia.

Todavía tengo sensibilidad.

Todavía tengo vida por delante.

Y lo más importante: tengo claridad. Una claridad que no se negocia.


Conclusión (Lo Que Vendrá)

Lo que quiero que quede escrito —para mí, para mi hijo, para quien lea esto alguna vez— es que mi historia no es una historia de derrota.

Es una historia de retraso.

Me demoraron.

Me desordenaron.

Me desviaron.

Me drenaron.

Me lastimaron.

Me dejaron solo cuando más necesitaba apoyo.

Pero acá estoy, reconstruyéndome con todo lo que aprendí y con todo lo que todavía puedo hacer.

El pibe de 24 que soñaba con libertad sigue vivo en mí.

El hombre de 40 entiende lo que perdió, pero también entiende lo que ganó: una capacidad de ver con claridad lo que antes confundía. Una fortaleza que no tenía.

Un límite que nunca había aprendido a poner.

Y una determinación nueva: la vida que quise siempre todavía me espera.

No llegué tarde.
Llegué herido.
Pero llegué despierto.

Y esta vez, no voy a soltarme a mí mismo nunca más.


Ver también: TRANSICIÓN: vivir dos vidas sin morir de ansiedad

,

Comments

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Index
×