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Crecer con una madre que no escucha no es una anécdota menor ni un simple detalle del carácter familiar. Es una experiencia que moldea la identidad, que deja huellas profundas en la autoestima y en la manera de relacionarse con los demás. Cuando hablamos de “no escuchar”, no nos referimos a la distracción ocasional o al cansancio normal de cualquier adulto.
Se trata de una dinámica persistente donde la voz del hijo o la hija se vuelve irrelevante, un ruido de fondo que nunca merece ser tomado en serio. Esa indiferencia, repetida a lo largo de los años, se transforma en un mensaje silencioso:
“tus palabras no importan, vos no importás”.
En familias con padres o madres narcisistas, esta escena es casi una constante. El adulto está tan ocupado en su propio mundo, en sus necesidades emocionales y en la validación de su ego, que la escucha real hacia el hijo queda anulada. La comunicación se convierte en un monólogo, donde lo único que importa es la versión de la realidad que sostiene el padre o la madre. La subjetividad del niño es barrida, desestimada, ridiculizada o directamente ignorada.
El resultado es una especie de muerte en vida para la voz infantil. El chico aprende a callar. Aprende que opinar, sentir o pedir algo es inútil. Se instala entonces un mecanismo de supervivencia: el silencio. Un silencio que se hace hábito y que luego, en la adultez, puede transformarse en una barrera dolorosa para expresarse, confiar o simplemente sentir que uno merece ser escuchado.
La dinámica del no-escuchar
Cuando mamá no escucha, el hijo deja de esperar respuestas. Al principio insiste, repite, busca maneras de llamar la atención. Puede llorar más fuerte, hacer berrinches, enojarse. Pero con el tiempo se da cuenta de que nada cambia. La indiferencia o la minimización son más fuertes que cualquier reclamo. Entonces, resignado, baja la guardia.
Y lo hace con una mezcla de tristeza y desamparo: descubre que su mundo interno no tiene un interlocutor válido.
“No es que la madre no entienda las palabras literalmente… Lo que no hay es validación, empatía, reconocimiento.”
Con el tiempo, la indiferencia se vuelve una especie de patrón: lo que siente o piensa el hijo nunca alcanza. O bien es ridiculizado, o bien es comparado con otros (“mirá a tu hermano que sí lo hace bien”), o bien se transforma en algo invisible.
La madre narcisista puede, incluso, enojarse ante la expresión genuina del niño, como si su sola existencia fuera una amenaza a su control.
El efecto en la identidad
¿Qué hace un niño frente a ese escenario? Se adapta. Y la adaptación suele tomar formas duras: callar, minimizarse, evitar conflictos, convertirse en complaciente o en invisible. Muchos adultos que crecieron en estas dinámicas hablan de haber sentido que su opinión “no valía nada” o que, directamente, no existía lugar para ellos en la familia.
Ese aprendizaje temprano se arrastra a la vida adulta. En la universidad, en el trabajo, en las relaciones de pareja, la persona puede sentir que sus palabras no merecen espacio. Puede costarle defender una idea, pedir lo que necesita, poner límites. También puede sentirse constantemente descartable: si no me escucharon en casa, ¿por qué alguien me escucharía afuera?
La herida se manifiesta en la autoestima y en la forma de vincularse. Algunos buscan desesperadamente ser escuchados, a veces a costa de volverse hipervisibles, intensos o incluso agresivos. Otros repiten el patrón de silencio y evitan cualquier situación donde tengan que exponer su voz. En todos los casos, la raíz es la misma: la falta de escucha en la infancia generó una fractura en la confianza básica de que lo que uno dice tiene valor.
Hiji, NO ES TU CULPA! Perdonanos.
En muchos casos, el padre o madre narcisista instala en el niño o la niña la sensación de ser culpables o responsables de lo que sucede a su alrededor.
Se los hace sentir fuera de tiempo, cargando con tareas y emociones que no les corresponden.
Así, en lugar de vivir su infancia con libertad, terminan atrapados en un papel adulto impuesto, asumiendo responsabilidades que nunca debieron ser suyas.
Esa dinámica los obliga a anticipar problemas que no deberían siquiera comprender,
a vigilar el humor de la madre como si de su conducta dependiera la estabilidad de la casa.
La infancia se convierte en un terreno minado, donde el error más mínimo parece confirmar su “culpa” y donde el descanso propio se vive como una traición.
Con el tiempo, este peso acumulado deja marcas profundas: una sensación permanente de deuda, de no estar a la altura, de tener que justificar cada paso. Lo que era un juego o una exploración natural de la niñez queda sofocado por la carga de responsabilidades que pertenecían a los adultos, pero que la madre depositó sobre hombros demasiado pequeños.
Romper el patrón
Lo más duro de aceptar es que la madre no va a cambiar.
Esperar que un padre o madre narcisista empiece a escuchar genuinamente es alimentar una esperanza que se convierte en frustración permanente. La salida no está en convencerla. La salida está en otro lado: en construir un espacio donde la propia voz tenga lugar, aunque no sea dentro de esa relación.
Romper el patrón implica empezar a escucharse a uno mismo.
Puede sonar obvio, pero no lo es: después de años de silencio impuesto, reconocer que uno tiene algo para decir es un acto de resistencia.
Escribir un diario, grabar notas de voz, hablar con un terapeuta, cantar, crear: todas son formas de recuperar esa voz interna que fue negada.
El costo del silencio
Si no se enfrenta este legado, el costo puede ser alto.
La consecuencia suele ser un adulto con baja autoeficacia (Bandura, 1997): duda de su capacidad para lograr objetivos y tiende a evitar la exposición social por miedo a equivocarse o “molestar”.
Muchos hijos de madres narcisistas terminan viviendo en un estado de autoanulación permanente.
Son los típicos adultos que no se animan a levantar la mano en una reunión, que no reclaman un sueldo justo, que aceptan relaciones desiguales. No porque no sepan lo que quieren, sino porque aprendieron que pedir o expresar algo es inútil.
La consecuencia suele ser un adulto con baja autoeficacia (Bandura, 1997): duda de su capacidad para lograr objetivos y tiende a evitar la exposición social por miedo a equivocarse o “molestar”. Diversos estudios posteriores vinculan este estilo parental con ansiedad social y patrones de inhibición en la adultez. En términos prácticos, significa que una persona criada en estos entornos puede conocer sus derechos y aún así callar, porque lo aprendido es que su voz no cambia nada.
El silencio puede volverse también un campo fértil para la depresión. La sensación de no ser escuchado se mezcla con la idea de no ser valioso, de no tener derecho a existir plenamente.
Rescatar la voz
Pero rescatar la voz es posible. Y no se trata de un gesto grandilocuente. A veces comienza con pequeños actos: decir lo que uno quiere comer, elegir una película, expresar un desacuerdo. Detalles mínimos que, sin embargo, van revirtiendo años de anulación.
Cada palabra dicha es un recordatorio: tengo derecho a hablar, tengo derecho a ser escuchado.
Darle sentido a la herida
Contar la experiencia, escribir sobre ella, transformarla en relato, es otra manera de darle sentido. Cuando uno pone en palabras lo vivido, deja de ser una víctima pasiva y empieza a ser autor de su propia historia. Esa narración no cambia el pasado, pero cambia la manera en que el pasado vive dentro de uno.
“Sí, esto me pasó, no estoy solo.”
Conclusión
Cuando mamá no escucha, la herida es real. No se trata de caprichos ni de exageraciones: es una forma de violencia emocional que deja cicatrices duraderas. Pero esas cicatrices no definen para siempre. La voz que fue silenciada puede volver a nacer.
La clave está en dejar de buscar en la madre lo que ella nunca dará. Y en cambio, empezar a buscar dentro y alrededor los espacios donde la palabra tenga valor. Porque la verdad es simple: tu voz importa, siempre importó, aunque te hayan hecho creer lo contrario.
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