¿Hay una única mala decisión? O micro-decisiones.
Hay frases que suenan dulces hasta que las escuchás con el volumen bajo y el alma fría.
Esa, por ejemplo.
Lo vas a hacer porque me amás.
Dicha con voz suave, con una sonrisa apenas visible, parece una muestra de ternura.
Pero si uno presta atención, lo que vibra debajo no es amor: es certeza forzada.
Es la idea de que amar es una obligación, un juramento eterno, una promesa que se repite para no enfrentar el miedo a quedarse sola.
Así empieza muchas veces el infierno disfrazado de amor: con alguien que dice “porque él me ama” como si estuviera dictando un destino.
No lo dice para celebrar una reciprocidad, sino para imponerla. Lo dice para recordarte tu papel.
El amor, cuando se convierte en argumento, deja de ser elección.
Y cuando una persona te dice “te necesito” demasiado pronto, lo que está confesando no es amor, sino dependencia.
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A veces, las trampas más crueles no se construyen con gritos ni golpes, sino con frases que suenan a cariño y funcionan como cadenas.
“No acepto un no como respuesta”
“sin vos no puedo”
“juntos somos los mejores”.
Son las letanías de una posesión emocional que empieza como conquista y termina como prisión.
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No hay maldad explícita en el comienzo.
Hay carencia.
Hay pobreza, no solo económica sino afectiva, cultural, de visión.
La pobreza en cualquiera de sus formas reduce el horizonte: impide imaginar un futuro distinto, obliga a conformarse, a no ver.
Y en esa ceguera florece el abuso, sobre todo cuando el otro ofrece refugio en forma de amor.
Quien manipula no lo hace siempre por cálculo; muchas veces lo hace por torpeza, por necesidad de control, por miedo a perder lo poco que cree tener.
Pero quien cae en ese juego lo hace por una razón más triste: porque confunde amor con salvación.
Porque le dijeron que amar era entregarse entero, que aguantar era signo de madurez, que resistir era lo que hacía una buena persona.
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Y así se va entregando la libertad, pedazo a pedazo, hasta que un día uno despierta en una vida que ya no eligió.
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Rodeado de deudas, rutinas ajenas, tareas que no le pertenecen. Rodeado de silencios. Porque el amor impuesto no grita, susurra.
Y susurra tan cerca que cuesta oír el propio pensamiento.
El sacrificio mal entendido es una epidemia silenciosa.
Se hereda.
Se transmite en los hogares donde se aplaude al que aguanta, donde la obediencia se confunde con virtud.
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En una sociedad donde las oportunidades son escasas, el sacrificio se vuelve la única moneda de valor, aunque te esté consumiendo.
Así se fabrican generaciones enteras de personas que trabajan sin descanso, aman sin límites y terminan vacías.
Cuando el amor se vuelve deber, lo que queda es culpa.
Y la culpa es el instrumento más eficaz de cualquier manipulador.
NO HABLO MAL DE NADIE; LA PUTA QUE TE PARIÓ. CRECÉ, como crecí; de hecho amigo mío, querido coronel Santiago, ya te va a caer la ficha.
Se sostiene en frases simples: “te necesitamos”, “nos hacés falta”, “todo se derrumba si te vas”.
Y uno se queda, no por amor, sino por miedo.
Miedo a ser el malo, el egoísta, el que abandona.
Pero hay un punto en que el sacrificio se vuelve suicidio.
¿Ya lo viste? SACRIFICIO: un lento suicidio ❤️🩹
No siempre literal, pero sí emocional.
Morís de a poco, resignando cada deseo, cada impulso vital, creyendo que algún día ese esfuerzo será comprendido.
Nunca lo es.
Porque quien te necesita para existir no quiere verte libre: quiere verte disponible.
El problema no es solo individual. Hay una cultura entera que premia la entrega y castiga la independencia. Una cultura donde la pobreza no se mide solo en ingresos, sino en autoestima, en educación emocional, en la capacidad de poner límites. Nos enseñan a producir, no a elegir; a cumplir, no a cuestionar. Y así, cuando llega alguien que “no acepta un no”, no lo vemos como amenaza, sino como intensidad.
El amor sano no convence. No persuade. No promete. Se ofrece y se acepta libremente.
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Todo lo demás es manipulación, incluso si viene envuelta en ternura.
Hay que tener valor para llamar las cosas por su nombre.
Para decir “me habló mal”, aunque otros lo minimicen con un “ella es así”.
Hay que tener valor para dejar de justificar lo injustificable.
Para entender que la empatía no alcanza cuando la otra persona solo quiere dominar.
Quizás lo más cruel de todo es que quienes más aman son los que más tarde ven la trampa.
Porque quieren creer.
Porque piensan que el esfuerzo puede curar al otro.
Porque no soportan la idea de haber apostado mal.
Y cuando finalmente entienden, ya pasaron años.
Perdóname, Madre: CUANDO MAMÁ NO ESCUCHA
Ya se hipotecaron sueños, cuentas, cuerpos.
Ya la deuda no es solo con el banco, sino con uno mismo.
Entonces llega la frase final, la que quema: “Hice todo bien, y tuve una sola mala decisión.”
Pero no hay una sola.
Hay miles de microdecisiones sostenidas por la misma mentira: que el amor todo lo puede.
No lo puede.
Y cuando el amor se vuelve argumento, es hora de cerrar la puerta y salir. Porque nadie debería tener que justificar su presencia con una frase ajena. Porque el verdadero amor no se impone ni se repite como un conjuro.
El verdadero amor no dice “porque él me ama”.
Dice: “porque yo elijo quedarme.”
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