La vergüenza… ¿sabés qué? Nadie nace con eso.
No es parte de vos.
Te la pegan encima. Como un papelito con cinta scotch que ni siquiera pediste.
Un nene o una nena no saben lo que es “hacer el ridículo” hasta que alguien, algún adulto apurado o algún chico que copia lo que ve, les tira una mirada que lastima.
Y ahí aparece esa sensación fea: calor, apuro, ganas de esconderse.
Pero no es tuya.
Nunca fue tuya.
Es prestada. Y encima, mal prestada.
Los chicos vienen limpios. Vienen sueltos. Vienen sin filtros.
La vergüenza aparece cuando alguien de afuera te deja claro —con una risa, un comentario, un gesto— que “algo de vos” estaría mal.
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Pero vos, ahí adentro, no tenés nada malo.
De dónde sale realmente
Sale de otros:
- de adultos sin paciencia,
- de gente que descarga lo suyo,
- de comparaciones inútiles,
- de nervios ajenos,
- de historias que no son tuyas.
Vos sos chiquito, confiás.
Entonces si alguien señala algo, lo tomás como cierto.
Pero muchas veces lo que señalan no tiene nada que ver con vos, sino con cómo se sienten ellos.
La vergüenza es eso:
el reflejo de otra persona pegado sobre tu cara.
Lo tuyo, de verdad
Lo que sí es tuyo:
- cómo hablás,
- cómo preguntás,
- cómo jugás,
- cómo sos raro a veces,
- cómo te emocionás,
- cómo te equivocás aprendiendo,
- cómo te sale lo que te sale.
Eso es lo que vale.
Eso es lo que nadie debería tocarte.
Cuando alguien te mete vergüenza
A veces no lo hacen con mala intención.
A veces sí.
Pero el punto no es ese.
El punto es que vos podés sentir ese golpe interno —ese “uff, mejor me escondo”— y aún así saber que no es tuyo.
La vergüenza es como que te tiren al hombro una mochila que no pediste.
Podés bajarla cuando quieras.
No hay que “merecer” cargarla.
Cómo se siente en vos
Si sentís:
- la cara caliente,
- la mirada al piso,
- la voz que se achica,
- las ganas de desaparecer,
- o ese pensamiento horrible de “soy un boludo”, “soy un desastre”,
eso no es vos hablando.
Es un eco.
Un recuerdo de la mirada de alguien más.
Los chicos que absorben mucha vergüenza ajena empiezan a esconder sus partes más lindas.
Una pena enorme.
Qué hacés cuando aparece
Nada heroico.
Nada complicado.
- Respirá más lento. El cuerpo vuelve a su lugar.
- Decite adentro: “Esto no es mío.” Sin pelea. Solo verdad.
- Buscá a alguien que te escuche bien. Uno alcanza.
Es eso.
No hay que dramatizar.
Solo hay que reconocer qué emociones entran y cuáles no te corresponden.
Si un adulto te hace sentir chico por dentro
Tenés todo el derecho del mundo a pensar (o decir si podés):
- “No soy lo que estás diciendo.”
- “No me compares.”
- “No me cargues con tus cosas.”
- “No voy a quedarme con esta vergüenza.”
No hace falta gritar.
No hace falta discutir.
Solo hace falta reconocer que no te vas a llevar a casa algo que no te pertenece.
Lo que quiero que te quede
No sos un problema a corregir.
No sos un tonto.
No sos exagerado.
No sos “demasiado sensible”.
Sos una persona chiquita creciendo en un mundo lleno de adultos que muchas veces ni saben qué hacer con sus propias emociones.
La vergüenza que sentís —si la sentís— habla de ellos, no de vos.
Habla de cómo te miraron.
Habla de cómo te hablaron.
Habla de cómo te hicieron sentir.
Vos podés crecer con la cabeza alta.
Podés decir cada vez que algo te aprieta en el pecho:
“Esto no es mío.”
La vergüenza vuelve a su lugar: afuera.
Y vos quedás con lo que es tuyo en serio: tu forma de ser, tu sensibilidad, tu fuerza, tu rareza, tu mundo entero.
Último
Y si alguna vez te vuelve esa sensación fea —ese calor, ese “uy, la cagué”, ese “me quiero ir”— acordate de esto: vos no estás hecho para achicarte.
No viniste al mundo para andar pidiendo permiso por existir.
La vergüenza que te tiren encima, dejala caer al piso.
No la guardes. No la limpies. No la adoptes.
Vos seguí creciendo.
Seguí probando.
Seguí siendo vos.
Lo demás —lo que otros proyectan— no te tiene que tocar.
Vos pertenecés igual, incluso cuando alguno no sepa verte.
Y si nadie te lo dice, te lo digo yo: tenés derecho a ocupar tu lugar sin pedir disculpas por ser quien sos.

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