MICROLOGÍA (Ni Ciencia Ni Ficción)

Año desconocido.

Partí 1: La Contracción

No elegí ser el primero. Solo fui el que tuvo menos miedo de firmar el consentimiento.

Me llamo Dr. León Arzen, físico-biomecánico. Mi trabajo de los últimos diez años fue demostrar que achicar un organismo complejo sin destruirlo no era imposible, solo “socialmente inaceptable”. Cuando aprobamos el experimento, el comité creyó que lo haríamos con ratas. Ellos no entendieron el problema: las ratas no firman papeles.

La máquina funcionaba por densificación espacial inversa: en vez de comprimir materia (lo que te mataría), estirábamos el espacio alrededor. El resultado práctico: yo me encogía… el universo se agrandaba. Una trampa semántica para que nadie nos acusara de quebrar la conservación de masa.

Bajé a 6 milímetros.

Lo primero que noté fue el aire: más denso, pegajoso, casi líquido. Cada paso era un esfuerzo porque la gravedad seguía siendo la misma, pero mi masa había caído mil veces. Respirar era como intentar inflar un globo adentro de miel tibia.

Aun así, estaba lúcido. Y eufórico. No todos los días uno se convierte en la criatura más insignificante del planeta.


Partí II: El Gigantismo del Mundo

El laboratorio desapareció. O mejor dicho, se volvió un continente. Las fibras del piso —polipropileno industrial— parecían columnas dóricas retorcidas. Un tornillo en el suelo era un obelisco oxidado.

Caminé.

Cada vibración era una amenaza.

No sonidos: terremotos. El latido de mi propio corazón retumbaba en mis tímpanos como una batería mal afinada.

Toqué una gota de agua.

Ahí entendí el verdadero terror: la tensión superficial me rechazó. No pude atravesarla. Para mí, el agua era una membrana elástica, una cúpula transparente imposible de romper. Si me caía dentro, no podría salir; quedaría atrapado para siempre en una burbuja invertida.

Seguí avanzando hacia la mesa de trabajo, aunque no puedo decir que “caminé”: era más un intento constante de nadar en aire.

Vi movimiento.

Un mosquito.

No lo describo como insecto. A esa escala era un pterodáctilo dopado con anfetaminas. El ruido de sus alas —que de normal es un zumbido— era ahora un motor roto, una hélice vibrando a centímetros de mi cabeza. Se posó a unos metros… que para mí eran cien metros.

Su ojo compuesto se movió hacia mí.

Y ahí me di cuenta:
Era consciente de mi existencia.
Yo era alimento. Un punto minúsculo pero detectable. Su probóscide era más grande que mi torso.

Corrí.
No sé hacia dónde. Solo corrí.

El mosquito levantó vuelo.

Lo sentí más que verlo.
Una ráfaga de aire me levantó del suelo como si fuera papel. Salí volando y choqué contra la base metálica de la mesa. Mi espalda entera vibró como un diapason.

Pensé: “Así mueren las migas”.


Parte III: El Regreso (o la Persistencia de la Escala)

El mosquito volvió a pasar, más cerca esta vez. No atacó. No hizo falta. El desplazamiento de aire me arrastró varios metros y me dejó pegado contra la base metálica de la mesa, el pecho aplastado, los pulmones luchando contra un medio que ya no me pertenecía. El mundo entero vibraba con cada uno de sus movimientos. Entendí que no estaba cazando: estaba patrullando. Yo no era presa todavía, pero tampoco era paisaje.

Aproveché el único instante de quietud que me concedió su ausencia. La cápsula de rescate seguía ahí, donde la había dejado antes de la reducción: un cilindro de aluminio del tamaño de una pila AA, ahora convertido en una estructura absurda, lisa, sin agarres. Me arrastré hacia ella usando los antebrazos, evitando levantarme. Cada centímetro ganado era una negociación con la gravedad. Detrás de mí, el mosquito volvió a posarse. No lo vi. Lo sentí en la presión que cambió, en la sombra que alteró la temperatura del aire.

Llegué a la cápsula justo cuando otra ráfaga me despegó del suelo. El golpe contra el metal me dejó sin aire, pero también me alineó con la abertura. Me aferré como pude y me dejé caer adentro. El mosquito pasó una última vez por encima; el viento selló la entrada con mi propio cuerpo.

No esperé a acomodarme. Presioné el detonador de retorno.

La expansión fue inmediata y total. No hubo transición. El espacio colapsó alrededor de mí como si hubiera sido siempre una concesión temporal. Sentí el crecimiento como una violencia interna, una inversión brusca de fuerzas que no estaban hechas para cambiar de signo. Después, peso. Mucho peso. Demasiado.

Caí de rodillas sobre el piso del laboratorio. El aire entró en mis pulmones con una brutalidad casi dolorosa. Tosí, arcadas secas, el corazón golpeándome el pecho sin coordinación. El suelo era sólido, obediente, inmóvil. Aun así, me costó confiar en él.

El laboratorio estaba ahí. Pantallas encendidas. Indicadores corriendo. Figuras humanas moviéndose alrededor mío. Las voces llegaban amortiguadas, como si todavía hubiera algo de ese aire espeso interponiéndose entre el mundo y yo. Algo volando acercó demasiado rápido y levanté el brazo antes de pensar. El gesto fue automático. Animal.

En el tubo de luz, pegado contra el vidrio, vi al mosquito muerto. Reducido otra vez a lo que siempre había sido. Nadie parecía prestarle atención.

Yo no podía dejar de mirarlo.

Antes me habría parecido una plaga insignificante. Ahora lo veía como a un depredador neutralizado por azar, no por diseño. Una criatura perfectamente adaptada a una escala que yo había invadido sin permiso.

Alguien habló de éxito. De repetibilidad. De aplicaciones. Las palabras pasaban cerca de mí sin tocarme. Cuando me pidieron una descripción preliminar de la experiencia, asentí. Me sentaron frente a una pantalla. Las letras me parecieron extrañamente pequeñas, aunque sabía que no lo eran.

Escribí despacio. No hablé de ética ni de límites morales. Me limité a registrar lo que había aprendido con el cuerpo:

“La reducción es técnicamente viable.
El retorno es posible.
La supervivencia no es una variable controlable.”

Cuando terminé, cerré el archivo y apoyé la mano sobre la mesa. Necesitaba sentir su tamaño, su estabilidad. Al retirarla, vi una mota de polvo. Un reflejo me atravesó el cuerpo y la esquivé.

Recién ahí entendí que algo no había vuelto conmigo.

Algo que pensé, era otro insecto, caminaba veloz por mi escritorio.

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