Inspirado por: Ritual nocturno
No hay dioses, pero seguimos buscando el trance.
Las pistas de baile son nuestros templos, las luces estroboscópicas nuestros fuegos sagrados.
Ya no tomamos brebajes para hablar con los espíritus, sino para dejar de pensar. Queremos disolvernos. Olvidar el yo que madruga, factura, se mira al espejo y no se reconoce.
Queremos volver al cuerpo, volver al animal.
Y así, cada fin de semana, repetimos el antiguo ritual: consumir para sentirnos vivos, destruirnos para no sentirnos muertos.
La cultura del reviente tiene su propia liturgia:
Quien más aguanta es héroe. El que más fuma, más toma o más se pica, es el elegido. “No sabés todo lo que escabié”, dicen con orgullo, como si esa cantidad fuera una forma de prestigio espiritual.
Como si el exceso demostrara coraje. En realidad, lo que demuestra es hambre: hambre de experiencia, de comunión, de sentido.
Nadie se droga solo para drogarse; lo hace para ser otro, para no ser él.
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El boliche, la fiesta, el after, funcionan como templos de una religión sin teología. Se entra con la esperanza de que algo suceda: un destello, un beso, una revelación. Pero el milagro no llega; llega el golpe del bajo, el zumbido químico, la marea humana moviéndose al unísono. Es hipnótico. Por unas horas, todo el ruido mental se apaga. No hay historia, no hay deuda, no hay ansiedad. Solo ritmo, sudor, carne, presente. Es comprensible: el cerebro necesita descansar de sí mismo.
En la antigüedad, las tribus usaban sustancias, tambores, cantos, fuego. Pero había un propósito común: comunicarse con lo invisible, agradecer, pedir, sanar. El trance era una puerta. Hoy el trance es una jaula. Repetimos el gesto pero sin dirección: el cuerpo gira, pero el alma no va a ningún lado.
Lo que era comunión se convirtió en consumo.
Los nuevos chamanes no curan: venden. Y los fieles no buscan redención: buscan olvido. No hay diferencia esencial entre la línea blanca y la story en Instagram: ambas son dosis fugaces de validación.
Ambas producen una pequeña euforia seguida de un vacío.
En el fondo, la droga más adictiva es la sensación de pertenecer, aunque sea por unas horas, a una manada.
Porque eso es lo que falta: tribu.
La modernidad nos volvió individuos, pero no nos enseñó a estar solos. Nos liberó del rebaño, pero no nos dio sentido. Y en ese hueco entró la noche, el club, la botella, el porro, la pastilla, el polvo. No son el problema: son el síntoma.
La adicción no está en la sustancia, sino en la ausencia.
Muchos se drogan porque no pueden soportar la lucidez.
Demasiada conciencia duele.
Vivir sin anestesia es insoportable si no hay algo que lo equilibre: arte, amor, fe, comunidad.
Si todo eso se pierde, queda la química. Es la forma más directa de modificar el estado interno.
Por eso la fiesta no es banal, aunque sí esté vacía.
Es un intento desesperado de reencantamiento. La gente baila porque necesita sentir que todavía hay algo que vibra.
Se besan porque el cuerpo es el único lugar donde la verdad todavía duele.
Se drogan porque sin eso el mundo es demasiado plano. Ja. 🌎
Aterriza/Despega en la misma noche.
Y sin embargo, al amanecer, todos vuelven rotos.
Los cuerpos sudados se enfrían.
La mirada se apaga.
El regreso es siempre silencioso.
Hay un momento en que la ciudad despierta y el que vuelve del boliche se siente fuera de sincronía, como si hubiese vivido en otro planeta.
Esa soledad post-ritual es la resaca real: no la del alcohol, sino la del alma. La sensación de haber buscado algo sagrado y haber encontrado solo ruido.
El cuerpo tarda unas horas en metabolizar la sustancia, pero la mente tarda días en procesar el vacío.
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Por eso tantos vuelven a la carga la semana siguiente: porque el ritual no completó su función.
No hubo catarsis, solo distracción. Y así la búsqueda se vuelve infinita.
En el fondo, drogarse es buscar Dios sin Dios.
Es un intento químico de acceder a lo trascendente.
No por casualidad las experiencias psicodélicas más profundas se parecen a descripciones místicas: disolución del yo, unidad con el todo, comprensión absoluta.
Lo que cambia es el marco: antes había ceremonia, ahora hay consumo.
Antes se compartía el sentido; hoy se comparte el delivery.
Y aun así, algo de verdad queda en el gesto.
Hay belleza en esa necesidad de romper la conciencia.
Porque detrás de la autodestrucción hay una intuición correcta: que la realidad cotidiana no alcanza.
Que el mundo visible no es todo lo que hay.
Que el cuerpo, la música, el deseo, pueden ser puertas hacia otra forma de existir.
Lo trágico es que entramos por la puerta correcta, pero al templo equivocado.
🇬🇷 Los griegos lo sabían: Dionisio era el dios del vino, pero también del teatro, del éxtasis, de la transformación.
No se trataba de beber hasta caer,
sino de trascender el límite del yo para fundirse con la vida.
Hoy la cultura del exceso mantiene el vino y pierde el sentido.
Conserva la forma, destruye el fondo.
¿Para qué drogarse, entonces?
Tal vez para recordar que algo falta.
Para reconocer que la existencia, tal como está servida, no sacia.
Para confesar —aunque sea sin palabras— que no sabemos rezar.
Pero también podríamos usar ese impulso para crear otros rituales.
Rituales que no anestesien, sino que despierten.
Donde el trance no sea fuga sino encuentro.
Donde el éxtasis no venga del polvo, sino del arte, del cuerpo que canta, del cuerpo que ama, del cuerpo que vive sin huir.
No se trata de moralizar, sino de comprender. La guerra contra las drogas fracasó porque nunca entendió que no era una guerra química, sino espiritual.
No hay droga más potente que la falta de sentido.
Y mientras sigamos sin propósito, seguiremos buscando el olvido en vez del despertar.
El camino inverso no es fácil. Implica volver a sentir. Recuperar la sensibilidad que la droga anestesia: el placer, el dolor, la ternura, la vulnerabilidad. Implica también crear espacios donde el encuentro no necesite artificios. Donde la música y el movimiento sean suficientes para abrir el alma. Donde el baile vuelva a ser oración.
Drogarse no es el problema. El problema es creer que eso es libertad.
La libertad no está en escapar del yo, sino en reconciliarse con él.
En bailar sin necesitar la sustancia, en mirar a los ojos sin la pantalla ni la copa.
En soportar el silencio sin huir hacia el ruido.
La próxima vez que alguien diga “uf, no sabés todo lo que tomé”, quizá habría que responderle:
– “Y para qué?”.
No con juicio, sino con curiosidad. Porque tal vez esa sea la pregunta más honesta que nos queda.
Para qué drogarse. Para qué seguir buscando el trance químico si todavía no probamos el natural: el de estar vivos.
Ver también:
- 🧄 AJO 101 – UN CHEF A SU APRENDIZ
- MIENTRAS QUEDÁS DE CAMA abrazado al mono frío:
