“SOLTALA; SUPERALA”

El mandato absurdo de olvidar mientras te siguen hiriendo

Nos encanta dar consejos. Somos una sociedad de opinólogos emocionales, siempre listos para diagnosticar desde el living. “Soltala.” “Superala.” “Ya fue.” Tres frases que suenan a sabiduría popular y que, repetidas con la condescendencia del que no sabe, terminan siendo otra forma de maltrato.

Porque no, no siempre se puede “soltar”. Y mucho menos cuando el daño sigue ocurriendo en tiempo real.

1. El mandato del soltar

Vivimos en la época del desapego exprés. Se aplaude al que “fluye”, al que no se engancha, al que logra borrar su historia con la ligereza de un scroll.

El dolor molesta, así que hay que acelerar su procesamiento.

En ese esquema, la víctima de abuso emocional queda doblemente atrapada: primero por quien la manipula, y después por una sociedad que la culpa por no recuperarse a tiempo.

“Soltala, superala” es el eslogan de una cultura que no tolera el conflicto ni la profundidad. Es una exigencia, no una ayuda.

Le decís a alguien que deje atrás a su maltratador como si fuera un trámite de ANSES, cuando lo que carga encima no es una historia de amor frustrada, sino un patrón de hostigamiento que lleva años tallando su autoestima.

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El verdadero problema no es la incapacidad de “dejar ir”. Es que el otro no deja de aparecer.

Sigue escribiendo, sigue exigiendo, sigue usando a los hijos como excusa, sigue apareciendo disfrazado de responsabilidad compartida. ¿Cómo se suelta algo que sigue activo?

2. El abuso que se recicla

El abuso emocional no siempre tiene forma de grito ni de golpe.

A veces es un mensaje pasivo, un comentario que se cuela por WhatsApp, una mirada en la puerta del colegio, un “te necesito” dicho en tono de culpa.

La manipulación se disfraza de amor, y la víctima tarda años en entender que no era cariño, sino control.

Desde afuera, el público espectador —amigos, familiares, incluso terapeutas— suele caer en el atajo moral: “si te hace mal, alejate.”

Como si fuera tan simple. No ven el desgaste que produce sostener vínculos con personas que no cortan el hilo. No ven las estrategias de desgaste, los ataques encubiertos, la violencia de baja intensidad que nunca cesa.

Hostigamiento Prolongado

El hostigamiento prolongado —el que se extiende durante años, incluso décadas— genera una forma de prisión invisible.

No estás encerrado en una casa, sino en un relato: el del otro, que te sigue definiendo, nombrando, provocando.

Y cuando por fin respondés, te acusan de no soltar.

“Soltala, superala.”

Frase que suena espiritual, pero es otra manera de callarte.

Porque lo que la gente no quiere es escuchar lo que duele. Lo que incomoda. Lo que revela que las heridas no siempre cicatrizan por voluntad.

3. El costo en los hijos

Donde más se nota el daño no es en los adultos, sino en los chicos.

En las separaciones atravesadas por conflictos crónicos, los hijos terminan siendo rehenes del desequilibrio emocional de los padres.

Uno intenta protegerlos, pero el otro usa el vínculo como arma.

Y ahí el discurso del “soltar” se vuelve directamente perverso.

  • ¿Cómo se suelta a alguien con quien compartís un hijo?
  • ¿Cómo se “supera” a una persona que usa la coparentalidad como escenario de venganza?

La violencia no termina con la separación, solo cambia de formato. Se vuelve administrativa, judicial, económica, simbólica.

Las frases “ella es así” o “él es así” son el lubricante social del abuso; el camuflaje perfecto del maltrato.

Sirven para justificar lo injustificable, para disfrazar la violencia de rasgo de personalidad.

“Grito porque soy tana”, “hablo fuerte porque soy así”, “me enojo, pero después se me pasa.”

Y vos, que intentás mantener la calma, no podés ni elevar el tono sin que te reduzcan. No hay simetría posible en ese tipo de vínculo.

No se trata de tomar partido entre los adultos —porque los menores son el único partido que importa—,

sino de entender que la neutralidad también puede ser cómplice.

Mientras tanto, un chico crece en medio de esa niebla emocional, aprendiendo que el amor es conflicto, que el cuidado duele, que el respeto es negociable.

Ese es el verdadero costo. No el dinero, ni el tiempo, ni las deudas: el daño invisible que se filtra en la vida de los hijos.

Y aun así, cuando el padre o la madre víctima intenta contar lo que pasa, recibe el mismo mantra: “soltala, superala”.


Como si el amor no doliera lo suficiente.

4. Responsabilizar al herido

La psicología popular de redes sociales —ese cóctel de frases de autoayuda y espiritualidad low cost— ha instalado la idea de que todo depende de la actitud.

“Vos atraés lo que necesitás.”

“Todo lo que te pasa es aprendizaje.”

Frases que suenan lindas, pero que, en contextos de violencia, son crueldad pura.

No, no todo lo que te pasa es un aprendizaje.

A veces simplemente te hicieron mierda.

Responsabilizar a la víctima es la forma más elegante de desentenderse. Si todo depende de cómo uno “decida ver las cosas”, entonces nadie tiene que hacerse cargo de la injusticia.

El abusador queda libre de culpa, el entorno puede seguir tranquilo, y la víctima termina sintiéndose culpable por seguir sufriendo.

Hay relaciones que no se superan porque no te dejan hacerlo.

Porque la otra persona no suelta, no repara, no se calla.

Porque cada conversación se convierte en una guerra fría donde el chico en el medio paga el precio.

5. El derecho a no soltar

Tal vez el primer paso para sanar no sea soltar, sino entender.

Entender que hay vínculos que se cortan en los papeles, pero siguen vivos en la dinámica.

Entender que la reparación no siempre llega.

Y que no es debilidad reconocer que algo todavía duele.

Decir “no puedo soltar” no es aferrarse al pasado: es admitir que el daño sigue ocurriendo.

Es decir “basta” con la lucidez de quien sabe que el tiempo no borra lo que el otro repite.

El silencio no cura.
El olvido no educa.

Y el “soltala, superala” solo sirve para los que nunca tuvieron que hacerlo.

En lugar de repetir consignas vacías, podríamos empezar a preguntarnos qué hacemos —como sociedad, como familia, como profesionales— para frenar los abusos que se perpetúan bajo el disfraz del amor o de la coparentalidad.

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Porque no se trata de “soltarla”.

Se trata de que deje de hacer daño.

Y hasta que eso pase, el consejo no debería ser “superala”.

Debería ser: te creo. Te escucho. Contame más.

No “cambiá de tema”, como me dijo un amigo aquella vez después del partido de pádel. Apenas intenté contarle algo de todo esto y enseguida me paró con un “estás enojado”. Luego, el manual de siempre: “hablame bien, me estás hablando mal.”
Y yo ni siquiera estaba enojado. Estaba hablando. Estaba intentando poner palabras donde otros solo ven drama.
Le dije: “amigo, estaba charlando; hablemos de lo que quieras, no estoy enojado y no te estoy hablando mal.”
Se levantó, ofendido, y se fue.

Alto amigo, eh. Sos tal cual. Abrazo y buena vida.

Eso es lo que pasa cuando una sociedad entera le huye a la incomodidad: el que habla del dolor queda como agresivo, y el que lo causa, como víctima.
Por eso, más que pedirle a la gente que “suelte” o “supere”, habría que aprender a quedarse, a escuchar sin corregir, sin aconsejar, sin reducir.

Porque a veces lo que alguien necesita no es que le den una salida,
sino que le reconozcan la herida.

Y estar ahí —sin miedo, sin juicio—
para que no tenga que cargar solo con lo que otro eligió destruir.


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