Una vez hackeado, ¿siempre hackeado? El dilema real de la ciberseguridad personal

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  1. Me robaron más de un año y medio de trabajo.
    Fácil. Probablemente más.

Eran criptomonedas. Dinero que no pude recuperar y que, para colmo, hoy valdría todavía más. La pérdida material fue dura, pero la pérdida emocional lo fue aún más. Desde entonces, la pregunta que me acompaña todos los días es simple y brutal:

¿Cómo sé que no sigo comprometido?


La fragilidad de la seguridad digital

Cuando escuchamos hablar de “seguridad informática” solemos imaginar sistemas perfectos, impenetrables. Empresas, bancos y gobiernos construyen un relato de confianza: firewalls, encriptación, autenticación en dos pasos, auditorías. Todo eso existe, sí, pero no significa invulnerabilidad. La realidad es que cualquier sistema que conecte dos puntos ya genera un agujero. Basta un cable, un enlace, un intercambio de datos para abrir la posibilidad de una brecha.

El problema es estructural: seguridad nunca es igual a certeza absoluta.

La seguridad es un estado transitorio, una ilusión sostenida por capas y protocolos que, en algún punto, pueden fallar. Un día puede ser un descuido humano, otro una falla técnica, otro simplemente que alguien decidió insistir lo suficiente hasta encontrar el eslabón más débil.

Un hackeo no siempre requiere un genio escondido en la oscuridad. Muchas veces basta una combinación de insistencia, ingeniería social y acceso a información que parecía inofensiva. Esa suma de factores vuelve a cualquier usuario un blanco posible. Y una vez que alguien logra entrar, aunque sea una sola vez, la confianza en el “sistema seguro” ya no se recupera igual.


El aftershock: paranoia y desconfianza

Lo más duro de un robo —digital o no— no es solo perder dinero o datos.

Es la sensación de violación:

usted descubre que alguien entró en su vida privada, tocó lo que creyó suyo y se fue dejándole una herida que no se puede sumar en un balance.

Luego viene el aftershock: la paranoia, la desconfianza, el pudor de abrir un mail o prender el teléfono, la rabia y la humillación que no se ven pero pesan.

Esa invasión deja una marca invisible: ya no solo perdió bienes, perdió la tranquilidad de moverse sin mirar por encima del hombro.


De pronto, cada acción cotidiana empieza a parecer sospechosa: revisar contraseñas veinte veces al día, dudar de cada llamada, cada mensaje inesperado, cada clic en un link que llega por correo. Sentís que el teléfono escucha, que la computadora filtra más de lo que debería, que todo movimiento deja un rastro imposible de borrar.

Lo que parecía simple —enviar un correo, abrir la cuenta del banco online, transferir dinero— se convierte en terreno minado. Ya no confiás en la red Wi-Fi, ni en las apps que antes usabas sin pensar. La herida invisible del hackeo es la desconfianza permanente: hacia los sistemas, hacia los dispositivos, hacia las personas que tienen acceso a ellos.

Y lo más cruel: no hay forma de comprobar al 100% que la limpieza es total.

Siempre queda esa sombra: ¿y si todavía hay algo adentro, durmiendo y esperando?


Libertad y riesgo: la doble cara

La tecnología es maravillosa. Nos conecta, nos permite trabajar desde cualquier lugar, mover dinero en segundos, colaborar en proyectos globales, comunicarnos en tiempo real con gente en la otra punta del mundo. Pero esa misma interconexión que es milagro también es maldición.

Más puertas abiertas equivalen a más entradas posibles. Un sistema flexible y conectado es, por definición, más vulnerable que uno cerrado. Y si la promesa de internet es libertad total, entonces esa libertad incluye también el derecho del otro a ejercer su proyecto irrestricto: usar sus habilidades para vulnerarte.

En el ecosistema digital actual, cualquiera con tiempo y curiosidad puede aprender low-level hacking. No hace falta un doctorado en informática: foros, repositorios, comunidades online entregan las herramientas. Lo que hace veinte años parecía dominio de un grupo mínimo, hoy está al alcance de cualquiera que decida insistir.

Ahí aparece la confusión entre libertad, libertinaje y libertarianismo. La libertad como posibilidad de elegir y crear; el libertinaje como hacer sin medir consecuencias; y el libertarianismo como ideología que empuja a reducir controles hasta dejar a cada individuo librado a su suerte. En el plano digital, esas tres visiones conviven y chocan a diario: la promesa de autonomía, el abuso disfrazado de “derecho” y la fe en un mercado de código abierto que también es terreno fértil para delincuentes.

Por eso ya no se trata de paranoia, sino de estadística. El riesgo no es “si pasa”, sino “cuándo pasa”. Y con cada capa de libertad tecnológica que sumamos, el margen de riesgo se amplía también. Libertad y peligro son dos caras inseparables de la misma moneda, y la pregunta que queda es si estamos dispuestos a pagar el precio psicológico y social de sostener esa moneda en la mano.


¿Once hacked, always hacked?

Yo lo digo así: “Once hacked, always hacked.”

No significa que no pueda volver a usar la tecnología. Claro que la sigo usando. Significa que la cicatriz queda. Que crucé la frontera: ya vi cómo un sistema se quiebra, cómo la seguridad era ilusión. Y una vez que vi esa grieta, ya no pude desverla.

La paranoia que queda no es del todo irracional. Saber que en el pasado alguien entró genera la certeza de que puede volver a pasar. Y aunque cambies contraseñas, dispositivos, rutinas, la idea de fondo no se borra: la puerta nunca estuvo del todo cerrada.

“Once hacked, always hacked” no es una condena definitiva, pero sí un aviso: ya nunca volverás a sentirte tan seguro como antes. La confianza plena murió el día del primer hackeo. Lo que queda es aprender a convivir con la incertidumbre.


¿Y el famoso Plan B?

Después de un robo, es natural pensar en soluciones extremas. La imaginación va al límite: cambiar de identidad, mudarse de país, borrar todo rastro digital, empezar de cero en un terreno “virgen”. Pero en la práctica, ese plan extremo es casi imposible para la mayoría de las personas.

Lo que queda entonces es el Plan B. O mejor dicho: los planes B, C, D… No existe un salvavidas único que te devuelva la tranquilidad perdida. Existen medidas parciales, que juntas suman cierto margen de maniobra:

  • Minimizar la exposición digital: reducir cuentas, reducir accesos.
  • Separar entornos: tener dispositivos para lo personal y otros para lo laboral.
  • Usar autenticación fuerte en serio, con hardware keys, no solo contraseñas.
  • Guardar offline lo que de verdad importa: copias en discos sin conexión, fuera del alcance de la red.

Nada de esto garantiza invulnerabilidad. Pero devuelve algo de control. El Plan B no es huir, es aprender a manejar la incertidumbre.


Conclusión

La ciberseguridad personal no es un estado estático ni un muro perfecto. Es un proceso constante de adaptación y prevención.

Y después de un ataque, la pregunta persiste, aunque cambien los dispositivos o las contraseñas: ¿cómo sabés que no seguís comprometido?

Tal vez la respuesta esté en aceptar que la seguridad total no existe, y que lo único posible es administrar los riesgos de la mejor manera. Tomar medidas razonables, estar alerta, reducir la exposición innecesaria y, sobre todo, no confiar ciegamente en ningún sistema que se venda como “invulnerable”.

No hay un Plan B universal. Lo que hay son múltiples caminos, ajustes y decisiones que, combinados, te permiten seguir adelante. La paranoia nunca desaparece del todo, pero aprender a convivir con ella es también una forma de resistencia.

Y quizás esa sea la verdadera seguridad: no la ilusión de un sistema perfecto, sino la resiliencia de seguir moviéndote a pesar de las grietas.


– “It’s a free country; mofos”. Los peligros de la libertad y el proyecto irrestricto del otro, ¿no?

yo? nací chorizo yo; mirá si voy a cambiar; afaname las pelotas.

– La botellita, estaba.

– Es como si fuera una nueva raza; ya ni de uno; sino de insecto: Cleptómanis Argentinis; la rrochita argento.

– Charles Darwin FTW. Evolucionar o Involucionar? Sarmiento for the lose.

– What,
About,
Balance? WAB!!!
– How I hate shorteners. Let’s go long and enjoying.

– I knew a clepto woman once.

– Pero eso es historia para otro momento.

– Es decir, la respuesta mi amigo, y perdoná que te la diga, es:

One-Time Switch


🙁 CROC CRACKiris,,,bsht////>>>>

Pero tiene que haber una salida.

El extremo de la paranoia sería: cruzar la frontera y una nueva identidad.

Si eso no es posible,
vayamos al Plan B.

– Che, Pasame El Plan B.

– N., pasáselo, dale.

(murmullos decrecendo al silencio)

– No hay plan B.

Hay Planes.

CONTINUá.

Ay! Planes.

Fin.

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