MUJER: no materne HOMBRES

Unos consejos para vos; MAMITA WANNABE – guarda con ser la madre, de todo el mundo.

Además, podrás parir unos cuantos pero; ¿y la crianza?


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1. El instinto y la trampa

Hay mujeres que creen estar enamoradas, pero en realidad están maternando.

No lo saben al principio, porque el juego empieza disfrazado de amor.

Él se muestra frágil, confundido, con heridas que ella siente que puede curar.
Y ahí entra el instinto: cuidar, acompañar, sostener.

HOMBRE: no paterne MUJERES.

El instinto maternal es poderoso: está en la biología, en la cultura, en los cuentos, en la culpa.

Se nos repite desde siempre que amar es dar, que amar es cuidar, que el amor verdadero es incondicional. Pero esa idea, tan celebrada en canciones y películas, es una de las más peligrosas que existen. Porque cuando el amor se convierte en cuidado unilateral, deja de ser amor.

Empieza la crianza. Y criar a un hombre adulto es un suicidio emocional, lento, progresivo, a veces invisible.

Es dormir con alguien que te llama “mi amor” mientras vos te convertís, sin darte cuenta, en su madre.

El hombre que busca ser maternado,

no lo hace de manera consciente.

Simplemente no maduró.

Tiene hambre de contención, pero no de reciprocidad.

Quiere que lo esperen, que lo comprendan, que lo perdonen, que lo abracen cuando se desarma, que lo acompañen cuando no sabe quién es.

Y muchas mujeres, con el deseo genuino de amar bien, terminan asumiendo el rol que él nunca dejó de necesitar.

NO SEAS PELOTUDA, NENA. MAMI.

Entonces cocinan, sostienen, escuchan, consuelan, justifican, organizan, recuerdan fechas, pagan cuentas, calman berrinches, contienen ansiedades, equilibran la casa, la cama y el caos.

Se convierten en madres emocionales. Y cuando llega la noche, todavía tienen que fingir deseo. Pero ¿cómo desear a alguien que uno siente que está criando? ¿Cómo sentir deseo por alguien que uno protege?

Esperemos que la líbido se apague en el momento exacto en que aparece la compasión maternal.

El amor se marchita cuando se convierte en tarea. Y sin embargo, muchas siguen ahí, confundiendo paciencia con amor, resistencia con entrega, cuidado con conexión. El mito del amor que todo lo puede es una de las formas más sutiles de esclavitud emocional.


2. El niño eterno

El mundo está lleno de hombres que nunca crecieron.

No es casual: la cultura les ha permitido quedarse cómodos en la infancia.


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Hay madres que los sobreprotegieron, parejas que los sostuvieron, amigos que les celebraron la inmadurez como si fuera encanto. Un hombre así no busca compañeras: busca madres sustitutas. No quiere compartir la vida, quiere que se la organicen. No busca un espejo, busca un refugio.

Y cuando encuentra a una mujer con el corazón grande y la autoestima frágil, el vínculo se completa como una pieza perfecta del rompecabezas: él no quiere crecer, y ella necesita sentirse necesaria.

Ese equilibrio inicial parece amor, pero es dependencia.

Ella se siente fuerte porque él la necesita. Él se siente amado porque ella lo contiene.

Los primeros meses son intensos, llenos de promesas, de complicidad, de frases como “nunca me entendieron como vos” o “con vos siento paz”.

Pero pronto llega el desgaste: ella empieza a notar que siempre está dando, que siempre es la adulta en la relación, la que toma decisiones, la que pone orden.

Él, en cambio, se victimiza o se refugia en su confusión, porque sabe que su desorientación lo mantiene querido. En vez de crecer, se esconde detrás de su inmadurez.

La escena es universal: ella agotada, él confundido. Ella quiere avanzar, él “no sabe lo que quiere”. Ella quiere tener un hijo, él “no está preparado”. Y pasa el tiempo. Pasa la vida.

Que no te Apuren; que no te Hagan Esperar

Una amiga lo vivió: diez años de relación, tres separaciones, terapias de pareja, promesas de cambio. A los treinti pico, congeló óvulos porque él “no estaba listo”. Volvieron, y ahora ella está considerando que la embarace.

Si no funcionaban sin hijos, ¿por qué funcionarían con uno?

Hay que saber cuándo cortar, no sólo por dignidad, sino por lucidez.

Porque criar a un adulto no lo convierte en hombre: lo reafirma como niño.

El “niño eterno” no es malvado; simplemente es irresponsable. Vive sin rumbo, pero con discurso. Habla de amor libre, de no forzar las cosas, de “dejar fluir”. Traducción: no hacerse cargo. La mujer que lo ama se convence de que es más evolucionada, más paciente, más profunda.

En realidad, está atrapada en un vínculo donde ser comprensiva se volvió su identidad.

Y cuando ella finalmente se cansa, él dice que cambió, que aprendió, que ahora sí está listo.

Pero el cambio nunca llega, porque no hay motivación para madurar cuando alguien te sigue sosteniendo.


3. El espejismo del amor que cura

Hay una idea romántica, vieja y persistente: que el amor todo lo puede.

Que si amás lo suficiente, el otro cambia. Que si tenés paciencia, todo se ordena. Que las heridas se sanan con ternura.


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Pero el amor no cura lo que el otro no quiere curar. El amor no educa, no enseña, no sustituye la voluntad. El amor puede acompañar, pero no arrastrar.

Y sin embargo, muchas mujeres se embarcan en relaciones donde amar es sinónimo de rehabilitar.

Amar como tarea, como proyecto, como ministerio. Amar como si el otro fuera un enfermo emocional que necesita atención constante.

Esa entrega, que al principio parece virtud, es en realidad una forma de soberbia. La idea de que una puede salvar al otro, de que el amor propio alcanza para dos, es una ilusión de poder.

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No hay nada más adictivo que sentirse imprescindible.

Porque cuando una mujer deja de maternar, queda frente a un hombre vacío, y tiene que admitir que lo que llamaba amor era dependencia.

Es más fácil seguir cuidando que aceptar que se perdió el tiempo.

El costo de esa dinámica es altísimo. Se pierde el deseo, la alegría, la espontaneidad. La mujer se endurece. Se vuelve práctica, hiperfuncional, racional. Deja de esperar, deja de pedir, deja de sentir. Todo para no volver a desilusionarse.

Amar a un hombre roto no te hace más buena, te hace más sola. Porque mientras vos tratás de pegarle los pedazos, él se acostumbra a romperse sabiendo que vas a estar ahí para juntar los restos.

El amor no debe ser un hospital.

Si amar duele, no es porque sea profundo; es porque está mal dirigido.


4. La maternidad postergada

La paradoja más cruel es que muchas de las mujeres que más desean ser madres terminan gastando su energía maternal en hombres que no merecen ni una hora de su tiempo.

Maternan donde no deben, y se les pasa el tiempo para maternar donde sí querían.

El reloj biológico no se detiene por empatía.

Y la mujer que pasa años sosteniendo relaciones tóxicas termina pagando un precio altísimo:

pierde la oportunidad de tener un hijo por apostar a un adulto que nunca maduró.

Esa amiga de los óvulos congelados no es un caso aislado. Es el retrato de una generación entera.

Mujeres brillantes, autónomas, emocionalmente generosas, atrapadas en vínculos con hombres que les prometen un futuro que nunca llega.

Lo trágico no es sólo el tiempo perdido, sino la desconexión con el deseo propio.

Porque una cosa es postergar la maternidad por elección, y otra muy distinta es postergarla por dependencia.

El hombre inmaduro tiene una habilidad notable para convencer a su pareja de que “no es el momento”. No es el momento de convivir, ni de tener hijos, ni de comprometerse, ni de decidir nada. Siempre hay algo por resolver antes. Pero lo único que se resuelve es el desgaste. El tiempo hace lo que él no hace: avanzar. Y cuando finalmente se queda sola, la mujer siente culpa. Culpa por haber esperado, culpa por haber creído, culpa por no haberlo dejado antes.

El amor adulto requiere coraje, no sacrificio.

Coraje para ver al otro tal como es, no como podría ser.

Coraje para aceptar que no todos los amores son destino, algunos son aviso.

Coraje para entender que amar no siempre significa quedarse; a veces, amar bien es irse.

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5. Aprender a amar sin criar

Madurar es aprender a amar sin necesidad de cuidar. Y amar sin cuidar es difícil, sobre todo en una cultura que premia a la mujer sacrificada y castiga a la que pone límites.

La mujer que dice “no” es fría. La que exige reciprocidad es intensa. La que se prioriza es egoísta.

Pero sólo una mujer que sabe poner límites puede amar desde la libertad.
Porque el límite no es una muralla, es una forma de respeto. No sólo hacia el otro, sino hacia una misma.

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La maternidad, cuando es elegida, es sagrada.

Pero cuando se infiltra en el amor de pareja, lo contamina.

Amar a un hombre no es educarlo. No es rescatarlo. No es moldearlo. No es esperarlo.

Amar a un hombre es encontrarse con él en un mismo nivel de conciencia y deseo.

Y si no está ahí, no se lo arrastra: se lo deja atrás.

El amor adulto no necesita cuidados maternales, necesita presencia. No busca refugio, busca espejo. No exige comprensión infinita, exige responsabilidad compartida.

El amor adulto no se mide por la cantidad de perdones, sino por la cantidad de verdades que se pueden decir sin miedo.

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Saber amar no es cuidar. Es no tener que cuidar.

Es elegir a alguien que también se elige a sí mismo, que no necesita una madre, sino una compañera.

Es entender que el amor no se demuestra con sacrificio, sino con autenticidad.

Que amar no es salvar al otro, sino permitirle salvarse solo. Que el verdadero amor no te agota, te expande.

Y cuando una mujer logra amar así, sin maternar, sin corregir, sin rescatar, sin esperar que el otro cambie, se vuelve libre.

Libre para elegir a quién amar, cómo amar, y sobre todo, cuándo dejar de hacerlo.


Ver también: Ser padre (postizo) a los 24 (¿A QUIÉN SE LE OCURRE?)

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