(Long streaks vs. frequency and routine)
Hay épocas en que la cabeza se te llena de una sola idea: ser músico, ser bandoneonista, ser eso que idealizaste toda la vida.
Y te agarra esa especie de fiebre hermosa que al principio te impulsa: te levantás y tocás, comés algo y volvés a tocar, te acostás con el instrumento todavía vibrando en los brazos.
Creés que si vivís así un año entero —modo 24/7— vas a romper algún muro interno, como si la genialidad fuese una cuestión de permanencia.
Es una fantasía bastante común: “si hago esto todos los días sin parar, un día voy a tener un breakthrough”.
Pero tocar todo el día no es tocar mejor.
Es repetir cansancio.
Yo pasé por ese espejismo. Me encerré convencido de que la cantidad era la llave. Detrás había culpa, claro: si descansaba, me sentía un fraude; si no tocaba, era porque no tenía hambre de verdad. Pensaba que el reloj era el juez: diez horas valían más que dos, aunque las diez fueran mediocres y las dos excelentes.
No es así.
De a poco fui viendo que la música no crece cuando uno se encierra: se seca. El sonido se apaga cuando la vida se apaga. Me di cuenta de que estaba tocando sin respirar, sin calle, sin historias nuevas entrando.
Quería tocar mejor, pero estaba viviendo peor. Confundí pasión con autoexplotación.
Después se me cayó encima lo más obvio: el cuerpo. Yo no tenía idea de cuánto dependía de eso. Comer mal, dormir mal, fumar demasiado, tocar drogado “porque siento más”… nada de eso era profundidad. Era niebla. Era anestesia disfrazada de inspiración.
El día siguiente siempre te lo muestra: manos torpes, oído apagado, cuerpo lento.
La música pide precisión; no hay precisión sin salud. No hay bandoneón sin cuerpo. No es que el cuerpo “soporta” la música: el cuerpo es parte del instrumento.
Y mientras tanto seguía esperando un breakthrough. Esa fantasía del salto repentino. Esa idea de que de un día para el otro algo se desbloquea y empezás a tocar como nunca. No pasa así.
El breakthrough —cuando existe— es acumulación lenta, casi invisible.
Ocurre después de cientos de días que parecen iguales, no después de un día maratónico.
El progreso real no es excitante: es silencioso, monótono, casi aburrido. Es un espiral, no un salto.
Por eso también entendí que la intensidad sirve mucho menos que la frecuencia.
Tocar diez horas un día no te da ni la mitad de lo que te da tocar una hora todos los días.
El cuerpo aprende por repetición tranquila, no por violencia.
La memoria muscular necesita continuidad; la cabeza necesita descanso.
El oído necesita silencio tanto como sonido.
2009; El Sonido del Silencio (I)
Ahí descubrí algo que antes me parecía pecado: no tocar también es parte de tocar. A veces, después de un día o dos sin bandoneón, volvía y todo sonaba mejor. Como si algo se hubiera ordenado sin mi intervención. Era el cuerpo pensando por mí.
Al final, querer ser bandoneonista es hermoso. Pero querer ser mártir del bandoneón es otra cosa. Ser músico no es martirizarse. No es castigarse. No es vivir preso de la idea de que la pasión debe doler.
Ser músico —ser lo que uno quiere ser— es sostener una forma de estar vivo. Y si esa forma te mata, ya no sirve.
Hoy lo veo distinto: no se trata de tocar más, sino de estar más entero. De comer bien, dormir bien, moverse, socializar, amar, frustrarse, reír un poco, llorar otro poco. Todo eso va directo al instrumento. El bandoneón no necesita que sacrifiques tu vida: necesita que la vivas con calidad.
La práctica diaria sigue siendo clave, obvio. Pero ahora la hago desde otro lugar. No busco romper nada: busco sostener. Mis breakthrough serán consecuencia, no objetivo. Ya no creo en el encierro, ni en el grito, ni en la práctica maníaca.
Lo demás ya lo aprendí por las malas:
tocar por tocar no sirve,
gritar por cantar tampoco,
y cantar todo el día drogado no lleva a ningún lado.
La música es generosa, pero es honesta: te devuelve exactamente lo que le das.
Y el bandoneón lo sabe mejor que nadie.
So, why not? Bandera baja – Ella se reía
o
ANDÁ A ESTUDIAR: Escala menor y pentatónica: una introducción desde cero
