ME HICISTE LA VIDA

más chica.

No peor:
más angosta.

Entraba todo antes.
El deseo,
el error,
la fuga,
las noches largas
sin explicación.

Ahora todo roza.
Cada paso pide permiso.
Cada idea tiene horario.
Cada sueño
viene con culpa incorporada.

ME HICISTE LA VIDA
responsable,
previsible,
decente.

La llenaste de “tenés que”,
de “ya va a pasar”,
de “es lo que hay”.

No me la rompiste.
Eso sería más fácil.

Me la acomodaste.
Y ese orden
—limpio, correcto, socialmente aplaudible—
es la forma más elegante
de asfixia.

YO QUE QUERÍA AMAR,
amarte,
amarme,

terminé administrando daños.

Quería un cuerpo abierto,
y me volví contrato.

Quería decir “vení”,
y aprendí a decir “cuando se pueda”.

Quería perderme en otro,
y me encontré explicándome.

YO QUE QUERÍA AMAR
sin testigos,
sin planilla,
sin final feliz obligatorio,

aprendí a querer
como se quiere en los hospitales:
con cuidado,
con miedo,
con horarios.

Amarte fue posible.
Amarme, no tanto.

Porque para eso
hubiera tenido que irme.

A VOS,
que te gusté libre,
gritón,
pendenciero,

y después
no te bancaste lo mío.

Te gustaba el fuego
mientras calentaba,
no cuando quemaba.

Te gustaba el ruido
si era lejos,
no cuando venía de adentro.

A VOS,
que pedías verdad
pero sólo hasta donde
no te incomodara,

que celebrabas mi fuerza
como concepto
y la castigabas
cuando era práctica.

Y ME HICISTE LA VIDA…

más chica, otra vez.

Porque no fue amor lo que pedías,
era edición.

Querías un yo
con tu firma abajo.

Yo era demasiado.
No para el mundo.
Para vos.

Y HOY;
que te colgaste del simiente
como si fuera tuyo,

como si el origen
te diera derechos,
como si nombrar
fuera poseer,

Él te observa
y no dice nada.

No porque no entienda.
Sino porque ve.

Ve quién llegó tarde
y quién se quedó
cuando no había aplausos.

Ve quién habla de amor
en pasado
y quién lo sostiene
en presente.

Él te observa
con esa calma feroz
de lo que todavía
no fue domesticado.

Y en esa mirada
—limpia, sin deuda—
hay una verdad
que no te pertenece
y nunca va a pedirte permiso.

VOS,
victimaria víctima
que ni te ves verte,

no ves lo que hacés.
Nunca es tu culpa.
Siempre la mía.

Yo pedía aire
y vos decías “orden”.
Yo pedía verdad
y vos decías “formas”.

ME HICISTE LA VIDA
y yo, cansado,
te dejé hacerla.

Eso también es una verdad incómoda.

Y HOY,
que sólo pido eso:
mi propia vida,

no revancha,
no castigo,
no relato heroico,

sólo irme entero,

VIOLENTÁS.

Porque cuando el otro deja de ceder,
cuando ya no se achica,
cuando no acepta el guion,

la máscara cae.

MUJER VIOLENTA.

No por los golpes
—eso sería fácil de señalar—
sino por la culpa administrada,
el límite castigado,
la autonomía vivida
como traición.

Yo ya no discuto versiones.
No explico más.

Me voy.
Y eso
es lo único
que no podés controlar.

Que te duela FUERTE,
sí,

pero no en el cuerpo.

Que te duela en ese lugar
donde ya no hay excusas,
donde no alcanza con hacerse la frágil,
donde el relato no tapa el daño.

Que te duela
la verdad cuando no tiene testigos,
cuando nadie te aplaude la herida,
cuando el espejo no negocia.

INSENSIBLE
no por falta de emoción,
sino por exceso de defensa.

Que te duela
ver que sigo vivo,
entero,
sin pedir perdón por existir.

Porque ese dolor
—el de no poder dominar más—
no lo provoqué yo.

Es el precio
de haber confundido amor
con control.

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