TOC
Ensayo sobre consentimiento, paternidad y violencia invisible
Prólogo — La frase que no se puede decir
“No quería ser padre.”
La frase cae como una bomba muda.
No genera debate: genera rechazo.
Antes de que alguien pregunte cuándo, cómo o por qué, ya se activó el juicio.
Ver también: Nadie Escucha A Tu Papá
No importa el contexto, no importa la historia, no importa la persona que la pronuncia.
La frase se lee como una falta moral, no como un dato.
Se interpreta como un ataque, no como una verdad.
En ese movimiento automático hay algo revelador: no está permitido decirla. No porque sea falsa, sino porque amenaza un relato central de la cultura.
La paternidad, en el imaginario social, no es una elección más: es una consagración.
Algo que, una vez ocurrido, borra todo lo anterior.
Decir “no quería ser padre” rompe ese hechizo retrospectivo.
Introduce una grieta en la narrativa según la cual todo lo que pasó tenía que pasar, y si pasó es porque era lo mejor.
La frase devuelve el tiempo hacia atrás y recuerda que hubo un momento de decisión —o de imposibilidad de decidir— y que no todo nacimiento implica consentimiento pleno.
Ver también: “LO HICISTE PORQUE QUISISTE” (Coerción emocional)
Eso incomoda porque obliga a pensar en la violencia no como un exceso marginal, sino como algo estructural.
Hay además una confusión persistente que sostiene el rechazo: se cree que decir “no quería ser padre” equivale a decir “no quiero a mi hijo”.
Esa equivalencia es falsa, pero funciona como defensa moral.
Permite no escuchar.
Permite no pensar.
Permite no distinguir entre una relación real —con un hijo concreto, existente— y el origen de esa relación, que puede haber sido impuesto, forzado o manipulado.
Separar esas dos cosas exige una madurez emocional que la cultura no siempre fomenta.
Decir “no quería ser padre” no niega al hijo: niega la imposición.
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Qué es violación (antes del sexo)
La palabra “violación” está tan asociada al sexo que cuesta pensarla fuera de ese marco.
Sin embargo, su origen no es sexual.
Viene del latín violatio, derivado de violare, que significa quebrantar, profanar, tratar con violencia.
La raíz vis refiere a fuerza, potencia ejercida contra algo o alguien.
En su sentido original, violar es imponer fuerza donde debía haber límite, no consentimiento.
El cuerpo puede estar involucrado, pero no es condición necesaria.
En el derecho romano y en el lenguaje jurídico medieval, se hablaba de violación de leyes, de pactos, de templos, de juramentos. Se violaba una frontera, un acuerdo, una voluntad. El foco no estaba en el acto puntual sino en el quiebre de un orden legítimo.
La violación era un crimen contra la estructura que permitía convivir, no solo contra una persona aislada. Esta dimensión estructural se perdió cuando la palabra se redujo a lo sexual, y con ella se perdió la capacidad de nombrar otras violencias igualmente profundas.
Pensar la violación como quiebre del consentimiento permite ampliar el campo de análisis sin diluir la gravedad.
No todo daño es violación, pero toda violación implica daño estructural e irreversible.
El consentimiento no es un “sí” superficial: es la posibilidad real de decir “no” sin consecuencias desproporcionadas.
Cuando esa posibilidad se anula, cuando el “no” no cuenta, cuando la decisión se arranca mediante presión sostenida, estamos ante una forma de violación, aunque no haya contacto sexual alguno.
Cuando el “no” no cuenta
Hay frases que la cultura celebra sin examinarlas.
“No acepto un no como respuesta”,
-tu Ex-Mujer.
es una de ellas. Se la presenta como signo de carácter, de determinación, de pasión.
En el mundo del trabajo, del amor, de los negocios, insistir es visto como virtud.
La persistencia se romantiza.
El problema es que, cuando se la saca del contexto superficial, esa frase describe exactamente la lógica de la coerción: alguien decide que la voluntad del otro no es relevante.
El “no” deja de ser un límite y se convierte en un obstáculo a superar.
No importa si el otro se cansa, duda o cede: lo que importa es el resultado.
Este tipo de dinámica no suele aparecer de forma abrupta; se instala de manera progresiva.
Primero hay persuasión, luego presión emocional, luego culpa, luego miedo a perder algo más grande.
Cuando todo termina, desde afuera puede parecer que “ambos aceptaron”.
Desde adentro, lo que hubo fue desgaste.
Ver también: “¿Él? Él, lo va a hacer, porque él ME AMA”…
La romantización de la persistencia es especialmente peligrosa cuando el resultado es irreversible.
Insistir para convencer a alguien de salir a cenar no tiene el mismo peso que insistir hasta forzar una paternidad.
En el primer caso, el daño es limitado y reversible.
En el segundo, la vida entera queda afectada.
No distinguir entre ambos escenarios es una forma de ceguera moral.
La red flag no es la intensidad del deseo, sino la indiferencia frente al límite ajeno.
Cuando el “no” no cuenta, lo que sigue no es amor: es fuerza.
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Paternidad forzada
Consentir un acto no equivale a consentir una vida entera. Esta distinción suele desaparecer cuando se habla de reproducción.
Se asume que aceptar una relación implica aceptar todas sus consecuencias posibles, incluso las más permanentes.
Esa lógica ignora algo básico: el consentimiento es contextual y temporal.
Decir “sí” a algo en un momento no implica decir “sí” a todo lo que pueda derivarse de eso, especialmente cuando las consecuencias no fueron aceptadas explícitamente.
La paternidad forzada no siempre ocurre por violencia física.
A menudo se da por manipulación emocional, presión moral, chantaje afectivo o negación sistemática de alternativas.
Ver también: LA VIOLENCIA FEMENINA
El resultado es el mismo: una persona queda atada a una responsabilidad vitalicia que no eligió libremente.
La irreversibilidad es clave aquí.
No se puede “deshacer” una paternidad. No se puede devolver el tiempo, ni recuperar las posibilidades que quedaron cerradas.
Hay además una trampa temporal: decisiones tomadas bajo presión en un momento específico determinan el resto de la vida.
Lo que siendo joven puede vivirse como confusión, miedo o dependencia, luego se revela como ajena estructura impuesta.
El trauma no aparece de inmediato; aparece cuando la persona puede mirar hacia atrás y ver la magnitud de lo perdido.
Nombrar eso no es victimismo: es diagnóstico tardío.
La irreversibilidad convierte la presión en violencia.
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El cuerpo también lo sabe
El cuerpo registra lo que la mente tarda en procesar.
Quiebres, agotamiento crónico, sensaciones de escisión, pérdida de energía vital: todo eso suele aparecer años después de la imposición.
No como recuerdo puntual, sino como desgaste continuo.
El cuerpo sabe que algo no fue elegido. Sabe que hubo una renuncia forzada, aunque el discurso social haya exigido gratitud.
El trauma tardío es difícil de explicar porque no sigue el modelo clásico del shock inmediato. No hay un evento único que lo active; hay una acumulación silenciosa.
Cada decisión tomada en función de una obligación no deseada suma. Cada proyecto abandonado, cada límite propio cruzado, cada “esto es lo que hay” internalizado deja marca.
El quiebre llega cuando ya no queda margen para seguir negándolo.
Ver también: SACRIFICIO: un lento suicidio ❤️🩹
Después del quiebre, la identidad no vuelve a ser la misma. No se trata de “superar” o “sanar” en términos simplistas. Se trata de reorganizarse con lo que queda.
La persona que emerge no es una versión mejorada, sino una versión consciente de la pérdida. Esa conciencia duele, pero también devuelve agencia: permite dejar de fingir que todo fue una elección.
El cuerpo recuerda lo que la cultura obliga a negar.
El silencio masculino
Los hombres tienen pocas palabras socialmente aceptadas para hablar de este tipo de violencia.
Cuando lo intentan, suelen ser recibidos con sospecha o burla.
Se espera de ellos fortaleza, responsabilidad, gratitud. Reconocer haber sido forzados contradice ese mandato. Por eso muchos callan, o hablan solo en círculos íntimos, o se expresan mediante síntomas en lugar de palabras.
Ver también: Manifiesto ANTI-SILENCIO — Sergio Herchcovichz & Co.
Escuchar no es lo mismo que empatizar.
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Mucha gente “escucha” estas historias, pero enseguida introduce correcciones morales:
- “pero ahora sos padre”,
- “pero tu hijo te necesita”,
- “pero hay que hacerse cargo”.
Esas frases no responden a lo dicho; lo cancelan.
Empatizar implicaría aceptar que alguien puede cumplir una responsabilidad impuesta sin haberla elegido, y que eso tiene un costo psíquico enorme.
El juicio moral automático funciona como barrera.
Permite mantener intacto el relato de que la paternidad siempre ennoblece, siempre completa, siempre salva.
Cuestionar eso es visto como amenaza al orden social. Por eso el silencio masculino no es solo personal: es estructural. No hay lugar simbólico para esta palabra, salvo en los márgenes.
Lo que no se puede decir no deja de doler: se enquista.
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Los hijos, las hijas (👑 REALES ❤️🔥)
Una de las confusiones más dañinas es creer que amar al hijo borra la violencia del origen. No lo hace.
Se pueden sostener dos verdades opuestas al mismo tiempo: amar profundamente a un hijo y reconocer que su llegada fue forzada.
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Negar una para proteger la otra no es sano; es una forma de autoengaño.
El hijo real no es una abstracción ni un símbolo. Es una persona concreta, con la que se construye un vínculo único. Ese vínculo puede Y DEBE ser genuino, cuidado, presente.
Pero ese presente no reescribe el pasado.
Pretender que sí lo haga es exigirle al vínculo una función reparadora que no le corresponde.
El hijo no es responsable de justificar la violencia que lo precede.
Hacer el duelo al lado del objeto del duelo es una experiencia extrema. Implica cuidar, amar y acompañar mientras se procesa una pérdida irreparable. No hay manual para eso. No hay reconocimiento social. Solo hay una tensión constante entre lo que se da y lo que se perdió. Nombrar esa tensión no daña al hijo; daña el silencio.
Amar al hijo no obliga a mentir sobre el origen.
Ver también: HIJOS DEL SILENCIO: crecer bajo el gaslighting 💌
No hay perdón para lo irreversible
El perdón suele presentarse como solución universal.
En casos de daño irreversible, esa expectativa puede convertirse en una nueva forma de violencia.
Ver también: CUANDO MAMÁ NO ESCUCHA
Perdonar no es obligatorio, ni siempre posible.
Confundir perdón con responsabilidad es un error.
La responsabilidad implica reconocer el daño y sus consecuencias; el perdón es una decisión personal, no una exigencia moral.
Decir “soltá” o “seguí adelante” puede sonar bien, pero muchas veces funciona como mandato de silencio. Soltar sin nombrar es borrar. Y borrar no repara. Nombrar no es vengarse: es delimitar. Es decir “esto pasó” y “esto tuvo un costo”. Sin ese reconocimiento, cualquier intento de cierre es ficticio.
Ver también: “SOLTALA; SUPERALA”
Aceptar que no hay perdón posible no implica quedar atrapado en el odio. Implica dejar de forzarse a una reconciliación interna falsa.
Algunas pérdidas no se compensan.
Algunas decisiones ajenas no se justifican.
Vivir con eso es más honesto que fingir superación.
No todo daño pide perdón; algunos piden verdad
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Perdonarse a sí mismo
En contextos de violencia ejercida por personas con rasgos narcisistas o psicopáticos, esperar perdón del agresor es una forma lenta de autodestrucción.
Ese perdón no existe porque no hay reconocimiento del daño ni del otro como sujeto.
Lo que suele seguir es peor: la violencia se vuelve hacia adentro.
Aparecen el autoataque, la vergüenza tardía, el reproche infinito por no haber sostenido el no, por no haberse salvado, por no haber sido rescatado.
Perdonarse a sí mismo no es absolverse: es cortar la repetición de esa violencia interior cuando ya no queda ningún “afuera” del que esperar justicia.
A los hijos y a las hijas: te deseé igual.
Te quise porque quise. Y te quiero y te querré. Tu existencia no es un error ni una reparación. Decir esto no niega el origen violento de ciertas historias; lo separa.
Hay paternidades y maternidades obligadas, impuestas por coerción psicológica, por abuso de poder o por violencia directa.
También existen —y no se ignoran— los casos de violación sexual en los que mujeres fueron obligadas a parir. Nombrar esa gravedad no te quita valor: te devuelve verdad.
Este decir es un acto de conciencia, no de culpa.
No es cargarles a los hijos el peso del pasado, sino impedir que lo hereden sin nombre.
Pedir perdón por lo que fue deformado, por lo que no supimos hacer mejor, es un gesto adulto.
Perdonarse a uno mismo y hablarles con verdad es la única forma de que lo irreversible no siga pasando, en silencio, de generación en generación.
Ver también: AMOR CONDICIONAL; Vs. El Amor, de Verdad ❤️🩹
