Una historia de un poquito después… pero que todavía es una historia del antes, del antes…
En la selva amazónica, la primera mujer y el primer hombre se miraron con curiosidad.
Era raro lo que tenían entre las piernas.
– ¿Te han cortado?- preguntó el hombre.
– No- dijo ella.- Siempre he sido así.
Él la examinó de cerca. Se rascó la cabeza. Allí había una llaga abierta. Y dijo:
– No comas yuca ni plátanos, ni ninguna fruta que se raje al madurar. Yo te curaré. Échate en la hamaca y descansa-.
Ella obedeció. Con paciencia tragó los mejunjes de hierbas y se dejó aplicar las pomadas y los ungüentos. Tenía que apretar los dientes para no reírse, cuando él le decía:
– No te preocupes.
El juego le gustaba, aunque ya empezaba a cansarse de vivir en ayunas y tendida en una hamaca. La memoria de las frutas le hacía agua la boca. Una tarde, el hombre llegó corriendo a través de la floresta. Daba saltos de euforia y gritaba:
-¡Lo encontré! ¡Lo encontré!
Acababa de ver al mono curando a la mona en la copa de un árbol.
-Es así- dijo el hombre, aproximándose a la mujer.
Cuando terminó el largo abrazo, un aroma espeso, de flores y frutas invadió el aire. De los cuerpos, que yacían juntos, se desprendían vapores y fulgores jamás vistos…
Y era tanta su hermosura que se morían de vergüenza los soles y los dioses.
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