No me duele que me hayas privado de tu influjo. Ni siquiera me duele en el orgullo, no. Es otra cosa, es la sensación abrupta de tu adiós tirado al pasar como si nada importase. Y no es que piense que no te importe, no, ya sé, ya sé que bla bla blás y bla blás. Pero que mierda. Todo lo que sé y todo lo que supe siempre termina en el lavarropas.
La cuestión es que tengo que pedirte un favor: no vuelvas. No porque no te espere o porque no te anhele o porque no te extrañe, no; no vuelvas si va a ser desde una ventana. Ni siquiera me contestes si va a ser con palabras. No vuelvas sin tus ojos, sin tu voz y tu sonrisa, así no. No me contestes si no va a ser en silencio y con una caricia y con un beso. Porque cuando así volvés y cuando así contestás lo único que hacés es recordarme tu existencia, recordarme que estás ahí y que algo vivió entre vos y yo, pretérito perfecto simple (o sea: no más).
Dije que mi discurso es inconsistente, ¿no? Por eso volvé, que falta todavía. Volvé a cumplir tus palabras, esas que dijiste al pasar como el adiós que vino después para dejarlas (y dejarme) en nulidad. Volvé que falta todavía, ¿entendés? Eso es lo que duele. Falta. Descubrirnos libres, sin relojes acechantes, sin apuros, sin urgencias ni miramientos, ser de los dos y de ninguno, para poder, sí, al final, decir que lo nuestro terminó. Para dejar de ser sólo recuerdos y convertirnos en vivencias. Vivir. Sí, hay que vivir, mierda que estoy de acuerdo.
Quiero milanesas con papas fritas.
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