No toda madre es una diosa. Algunas son la guerra disfrazada de ternura.
Durante siglos, la madre fue presentada como el símbolo más puro de la humanidad. “Madre hay una sola”, repiten las publicidades de pañales, las canciones melosas, los discursos de los políticos en días festivos.
La madre abnegada, la que no duerme, la que no se queja, la que se sacrifica y sonríe igual.
Pero hay madres que no cuidan: capturan.
Que no aman: controlan.
Que no enseñan: humillan.
Y hay hijos que pasan toda la vida tratando de entender en qué momento el amor empezó a doler tanto.
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Este texto no es contra las madres, sino contra el dogma.
Contra la idea de que parir te convierte automáticamente en buena persona.
Contra la trampa de creer que, porque alguien “hizo todo por vos”, eso la absuelve de haber hecho también mucho daño.
El matriarcado que quiero derribar no es el de la historia antigua. Es el de la casa moderna. El de las madres que gobiernan con culpa, con chantaje, con lágrimas programadas. El de las que necesitan ser adoradas para sentirse vivas.
1. El mito de la madre santa
El relato es simple: una madre es amor, siempre.
No importa si grita, manipula, humilla o enferma emocionalmente a sus hijos; siempre hay una excusa:
“Está estresada.” “Lo hace por tu bien.” “Tené paciencia, ella te crió.”
La cultura la defiende como si fuera un patrimonio. Pero nadie quiere ver el lado oscuro del mito. Porque reconocer que hay madres malas es como reconocer que la vida puede traicionar desde el origen. Y eso asusta.
Sin embargo, lo que no se nombra, se repite. Y callar por pudor o miedo solo alimenta el ciclo.
2. Es de forra
La frase que muchos hijos repiten en silencio, sin animarse a decirlo en voz alta. Porque no se puede. Porque “no se habla así de una madre”.
Pero hay cosas que, simplemente, son de forra.
Caso 1:
“Es de forra llevárselo sin avisar.”
Así, literal. Una madre que, en medio de un acto escolar nocturno, decide llevarse al nene sin que el padre lo salude. Público, caótico, innecesario. El padre corre cinco cuadras buscándolos. Al otro día, perimetral por gritar. Y el relato invertido: ‘él se descontroló’.
Es de forra. Y además, pésimo ejemplo para el hijo.
Caso 2:
“Es de forra denunciar lo que provocaste.”
Primero te manipula, te exige, te altera. Luego te denuncia por reaccionar.
La jugada perfecta: te empuja al borde y después te filma cayendo.
La justicia, claro, suele creerle. Porque madre = víctima. Y ahí quedás vos, mudo, manchado, mirando cómo la farsa se vuelve documento.
Caso 3:
“Es de forra cambiar de colegio sin consultar.”
Después de años de educación Waldorf, en secundaria decide cambiarlo sola. Notificación vía abogada. Ni diálogo, ni consenso, ni respeto. Solo imposición.
Y el hijo, confundido, mirando cómo los adultos usan su futuro como campo de batalla.
Para más psicolocura: “¿Por qué me odiás?”
3. El poder del relato
La madre tóxica no necesita tener razón: le basta con tener audiencia.
Sabe llorar en el momento justo, usar palabras como “mi hijo” con propiedad absoluta, y convertir cualquier contradicción en maltrato.
No busca verdad, busca control.
Y para eso, el amor es su arma.
Testimonio (ex-amiga de ella):
“Yo veía que lo manipulaba, pero nadie quería decir nada. Ella se victimizaba y el resto se callaba. Si la enfrentabas, eras cruel. Si la apoyabas, te usaba.”
En esas familias, la mentira se convierte en religión.
Todos saben que algo anda mal, pero nadie rompe el pacto.
El que habla, paga.
El que calla, sobrevive.
4. La madre devoradora
Hay madres que no soportan que los hijos crezcan, porque eso significa perder su razón de existir.
Se infiltran en sus decisiones, sus parejas, sus amistades.
Hablan mal del padre, opinan de todo, y se presentan como “sufridas” para mantener el control emocional.
“Yo lo di todo por vos.”
Traducción: te lo voy a cobrar hasta el último día de mi vida.
Algunos hijos logran escapar. Otros repiten el patrón.
Crecen creyendo que amar es obedecer, que cuidar es sufrir, que resistir es virtud.
NO! Amar, amor; mi amor… es otra cosa.
Y cuando se enamoran, buscan una versión más joven de su madre, solo para revivir la misma herida con otro nombre.
Caso 4:
“Mi vieja se quejaba de que mi viejo no la escuchaba.
Y cuando yo hablaba, me cortaba a la mitad.
Si la contradigo, me dice que la estoy ‘lastimando’.
Vivir con ella era caminar descalzo sobre vidrio.”
5. El padre borrado
El matriarcado doméstico necesita un enemigo para existir.
Ese enemigo suele ser el padre.
El sistema judicial lo facilita: ante la duda, se le cree a la madre. Ella domina el relato, la casa y el discurso. Él pasa a ser sospechoso por el simple hecho de ser hombre.
Pero en esa guerra fría de adultos, los que pagan son los hijos.
Crecer escuchando que tu papá “está loco”, “no sirve”, que “no ayuda”, que “te abandonó”, o cualquier otro epíteto de la mentira deja una marca invisible.
El niño aprende que la autoridad masculina es peligrosa, y que la manipulación femenina es legítima.
Testimonio (abuelo):
“A mi hijo lo destruyó. No solo lo separó del nene, le destruyó la cabeza.Cuando quiso defenderse, ya era tarde.
Nadie le creía.
Y ella se mostraba como víctima en todos lados. Hasta en redes. Dió un curso y todo.”
El resultado: generaciones de varones confundidos, sin lugar.
Hombres que temen ejercer paternidad, por miedo a ser expulsados de nuevo.
6. El contagio
Las emociones se heredan. No como genética, sino como atmósfera.
Una madre que vive del drama educa en la tensión.
Un hogar donde se grita pero no se deja gritar, se niega lo adulto del niño y reina la madre niña, caprichosa, culpabilizando a sus propios seres queridos y manipulando; “convenciendo”, ¿acordando?; “nuestro acuerdo” le sigue diciendo, a lo que ella redactó sin posibilidad a replica, deja heridas más hondas que los golpes.
“Mi vieja lloraba para conseguir lo que quería. Lloraba por todo. Un día me di cuenta de que yo hacía lo mismo en mis relaciones. Era su copia, con otra voz.”
“Mi madre tenía adicción a los tranquilizantes y a las redes sociales. Publicaba fotos nuestras con frases de amor, y al mismo tiempo nos destruía la cabeza en casa. Era como vivir en un comercial de mentira.”
Las madres narcisistas no se reconocen: proyectan.
Todo el daño que hacen, lo ven en los demás.
Si el hijo se aleja, es porque “le lavaron la cabeza”.
Si el padre pone límites, “es violento”.
Si alguien les marca un límite, “no las entienden”.
7. Las madres buenas (y cansadas)
También hay madres sanas.
Las que dudan, las que lloran a escondidas, las que se equivocan pero escuchan. Las que no manipulan, sino que acompañan.
Son las que cargan con la culpa de todas las demás.
El mandato de “ser perfecta” también las enferma.
Les exige una entrega total que nadie puede sostener.
A ellas, decir “abajo el matriarcado” también las libera.
Porque el pedestal no solo oprime a los hijos: también las asfixia a ellas.
“Yo quiero a mis hijos, pero no soy su diosa. Me equivoco. A veces me enojo. A veces necesito tiempo para mí. Y está bien. Prefiero ser una madre imperfecta y real, que una santa hipócrita.”
8. El silencio heredado
Los hijos de madres psicopáticas suelen callar.
Por vergüenza, por miedo, por culpa. Porque nadie les cree. Porque “una madre no puede ser así”.
Ese silencio es el que hay que romper.
Nombrar no destruye: revela.
Decir “mi vieja me manipulaba” no es traición. Es higiene emocional.
Porque mientras se siga callando, otras madres seguirán usando el amor como poder.
Lo mismo aplica a cualquier padre de este estilo pero;
Feliz día mami.
9. Abajo el matriarcado
No es una consigna de guerra. Es una declaración de independencia.
Abajo el matriarcado cuando significa dominio emocional, culpa heredada y chantaje disfrazado de amor.
👎
Abajo las madres que se creen indispensables, las que convierten el sacrificio en rehenes, las que crían con miedo, las que odian el espejo del hijo libre.
👍🏻
Y arriba las madres humanas: las que dudan, las que se ríen de sí mismas, las que piden perdón.
Arriba las que aman sin poseer.
Arriba las que no necesitan aplausos para existir.
Serán las mayores. No mejores.
10. Epílogo
Al final, todo esto no se trata de culpar, sino de comprender.
Porque la verdadera revolución no es contra las madres, sino contra el relato que las endiosa.
Cuando una madre deja de necesitar adoración, puede empezar a amar de verdad.
Y cuando un hijo deja de sentir culpa por sobrevivir, puede empezar a vivir de verdad.
El amor, si es amor, no controla.
Y la maternidad, si es sana, no se impone: se ofrece.
Abajo el matriarcado.
Arriba la verdad.