Cuando un hombre se anima a contar que sufrió violencia psicológica en su relación, lo que recibe no suele ser empatía. Suele ser incredulidad. Un “algo habrás hecho”. Una sonrisa incómoda. Un cambio rápido de tema.
Ese reflejo revela algo que nos cuesta aceptar: el machismo existe, pero también el sexismo. Así como hay sistemas patriarcales que aplastan a las mujeres, también hay relaciones y entornos donde se arma un matriarcado casero, donde la manipulación y la victimización se convierten en armas de control.
En esas dinámicas, la víctima no siempre es quien más fuerte grita, sino quien más hábil resulta a la hora de presentarse como débil. Y ahí aparece una forma muy sutil de violencia narcisista:
- El doble estándar emocional: cuando la otra persona grita, rompe o hiere con palabras, se lo justifica como fruto de la sensibilidad o el dolor; pero si el hombre alza un poco la voz, aunque sea después de horas de provocación, queda marcado como “el violento”.
- La victimización estratégica: pequeños episodios se exageran y se narran a terceros de manera selectiva, para generar la imagen de un héroe sufriente que convive con un monstruo. Todo el entorno compra esa versión.
- El gaslighting constante: desde minimizar logros hasta negar hechos evidentes, instalando en el otro la duda sobre su propia memoria, criterio o salud mental. “Estás loco”, “te lo inventaste”, “siempre te acordás mal”.
- El chantaje emocional disfrazado de amor: “vos sos el amor de mi vida” repetido como una verdad absoluta, mientras en paralelo se multiplican los desplantes, los enojos injustificados, los desplomes emocionales que terminan arrastrando al otro a la pasividad.
Lo más cruel es que estas conductas no se ven a simple vista. No dejan marcas visibles, no generan titulares. Y sin embargo desgastan, corroen y vacían a la persona que las recibe. Años de observar, callar y resignar, solo para no “generar conflicto”.
Cuando el hombre finalmente explota, cuando alza la voz o pone un límite, la historia ya está escrita: él es el villano. Y esa etiqueta no solo queda en la pareja: se filtra en la familia, en los amigos, en el entorno social. La victimización del victimario funciona como un escudo perfecto.
Entonces, ¿qué pasa con ese padre que intenta contar lo que vivió? Nadie lo escucha. Porque la cultura todavía no está preparada para aceptar que un hombre puede ser víctima de maltrato. No entra en los relatos dominantes. No encaja en el guion. Y mientras tanto, la manipuladora, manipulación, siguen triunfando, amparada en la comodidad de un sistema de medias verdades que solo cambia de máscara según convenga.
Nombrar esto no significa negar el patriarcado ni relativizar la violencia que tantas mujeres sufren. Significa ampliar la mirada. Reconocer que el poder y el abuso no tienen género fijo. Que también existen los matriarcados de puertas adentro, las dinámicas donde se ejerce violencia psicológica bajo la máscara del amor, y donde el “villano” termina siendo siempre aquel que menos control tuvo de la situación.
Lo irrisorio es que incluso después de años de recibir gritos, desplantes y manipulaciones, el señalado siga siendo el mismo: el que calló, el que intentó ser empático, el que nunca encontró un oído que le dijera: te creo.
Y tal vez por eso este texto existe. Porque, aunque no quieran escucharlo en voz alta, todavía queda la palabra escrita para dejar constancia.
Y cierro con humor, porque incluso en medio de tanto disparate siempre hay lugar para reírse: dos o tres veces, en medio de discusiones familiares, distintos parientes me dijeron: “shhh, bajá la voz que te van a escuchar los vecinos”. ¡¿QUE ME IMPORTA?! Háblame más fuerte que no te oigo. Gritar no es violencia, volumen tampoco. En una discusión se generan tensiones, emociones, calor humano. Déjenme hablar como hablo: ¡ASÍ! Y si tu familia no te escucha, grítaselo al resto del mundo. Que tu voz suene.
Y hablemonos.
¿Me escuchás?
Deja un comentario