Nadie Escucha A Tu Papá

Cuando un hombre se anima a contar que sufrió violencia psicológica en su relación, lo que recibe no suele ser empatía.

Suele ser incredulidad. Un “algo habrás hecho”. Una sonrisa incómoda.

Un cambio rápido de tema.

Ese reflejo social —tan automático, tan ciego— revela algo que nos cuesta aceptar: el machismo existe, pero también el sexismo.

Así como hay sistemas patriarcales que aplastan a las mujeres, también existen pequeños matriarcados domésticos, donde la manipulación y la victimización se convierten en armas de control.

Ver también: Abajo el matriarcado (cuando el amor materno se convierte en poder)


I. El silencio y la incredulidad

Nadie te prepara para eso.

Para que cuando por fin hablás, te respondan con sospecha.

Para que el dolor se te vuelva chiste o exageración.

Contás que te destrataron, que te gritaban, que te hicieron dudar de tu cordura, y del otro lado alguien cambia de tema o te dice: “Bueno, viste cómo son las parejas”.

Como si los hombres no tuvieran derecho al dolor.

Lo que sigue es el silencio. Un silencio espeso, culpable, que empieza como un mecanismo de defensa y termina como una forma de vida. Se instala la idea de que es mejor callar que ser malinterpretado.

Canta en Silencio – Sonata Arctica


II. El desgaste invisible

El maltrato psicológico no llega como un golpe: se infiltra. Primero con la crítica disfrazada de consejo. Después con el control disfrazado de amor.

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Y de a poco, el tipo que solía tener convicciones se vuelve un tipo que pide permiso para existir.

  • El doble estándar emocional. Si ella grita, está dolida. Si él levanta la voz, es violento.
  • La victimización estratégica. Se cuentan los hechos editados, se recorta la escena, se pinta al héroe sufriente conviviendo con el monstruo.
  • El gaslighting constante. “Estás loco”, “te lo imaginás”, “siempre recordás mal”. Hasta que un día lo creés: Hijo: “TU PAPÁ ESTÁ LOCO”
  • El chantaje emocional disfrazado de amor. “Sos el amor de mi vida”, se repite, mientras se acumulan desplantes, insultos, ausencias.

No deja moretones, pero deja huecos. No genera titulares, pero te corroe la cabeza, los sueños, la autoestima.

Y lo peor: cuando por fin reaccionás, ya es tarde.

La historia ya está escrita y vos sos el villano.


III. El eco social

Nadie quiere escuchar que un hombre pueda ser víctima. No encaja en el guion.

El guion dice que los hombres siempre tienen el poder, siempre el control.

Pero el poder, cuando se entiende mal, se convierte en un decorado vacío.

No hay nada de poder en ser hombre, ni nada específicamente masculino en el poder.

Un hombre cualquiera. mazza.com.ar

Poder no es una herencia, ni un atributo genético: es primero una posibilidad, después una responsabilidad, y finalmente puede tornarse en carga o en abuso.

Un hombre sin conciencia de ese ciclo termina siendo un sirviente de lo que otros llaman “poder”.

Cuando una mujer “empodera” a un hombre —cuando lo elige, lo valida, lo exhibe como trofeo o lo mide según su capacidad de sostener su narrativa— no necesariamente lo libera.

Puede transformarlo en su prisionero más dócil.

El hombre que no ha aprendido a engendrar su propio poder depende del permiso ajeno para existir.

Ver también: Estilos parentales invalidantes y sus huellas en la autoeficacia

Vive condicionado por el elogio o el desprecio de quien administra su autoestima.

Y así, el “poder” que parecía privilegio se convierte en obediencia; una especie de vasallaje emocional disfrazado de equilibrio moderno.

De esa dependencia nace el nuevo silencio masculino: el del hombre que, aun sabiendo que algo anda mal, teme hablar porque su palabra podría sonar agresiva o fuera de lugar.

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El discurso se vuelve prudente, blando, programado para no incomodar.

Pierde identidad y cuerpo.

El matriarcado doméstico administra su tono, su tiempo y su culpa. Ya no es persona sino instrumento.

Y en esa domesticación, el mundo se pierde una voz que alguna vez fue libre, fuerte y humana. Una voz que ahora apenas se atreve a sonar.

Ver también: Abajo el matriarcado (cuando el amor materno se convierte en poder)


IV. La reconstrucción

Pero llega un punto en que el silencio pesa más que la mirada ajena.

Ese es el día en que algo cambia: SACRIFICIO: un lento suicidio.

El día en que el tipo entiende que no necesita que todos lo crean para poder respirar.

“No necesitás explicarte más.
No necesitás convencer a nadie para tener razón.
No estás loco.
Fuiste manipulado.
Pero seguís acá.
Y eso ya es una forma de victoria.”

Reconstruirse no es volver a ser el de antes, sino aprender a hablar sin miedo, a poner límites sin culpa, a dejar que la voz suene sin bajar el volumen.


V. La voz del padre

A los padres, especialmente, se los educó para resistir sin llorar.

Y después se los condenó por hacerlo.

El padre que calla no es fuerte: es un sobreviviente.

El padre que habla no es débil: es valiente.

Quizás la reparación empiece ahí: cuando otro hombre lo escuche y no se ría.

Cuando otro diga: “yo también”.

Cuando el hijo, algún día, escuche a su papá sin miedo a las represalias de su madre.


VI. Coda: hablar más fuerte

Dos o tres veces, en medio de discusiones familiares, algún pariente me dijo:

“Shhh, bajá la voz que te van a escuchar los vecinos.”

¿Y qué si me escuchan?

Que me escuchen todos.

Que se enteren de que gritar no es violencia,
que el volumen no es agresión,
que en una discusión real hay tensión, emoción, humanidad.

El problema nunca fue el grito. Fue el silencio.

¿CÓMO EMPIEZO A CANTAR? Hable.

Así que, si nadie te escucha, gritá más fuerte.

Que el eco de tu voz rompa esa costra de prejuicios.

Porque callar fue la estrategia que te impusieron, y hablar será la que te libere.

Nadie escucha a tu papá…
hasta que tu papá deja de callarse.

Y cuando lo haga, que el mundo lo escuche.

Y lo respete.

Porque ya era hora.


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