Salíamos de la reunión en la escuela Waldorf —la maestra, la psicopedagoga, el papá (yo) y la mamá (Eya)— y mientras escribo esto me parece que pasó hace dos años, aunque lo siento como si fuera hoy. Íbamos los dos, diciendo cosas, discutiendo como siempre: en el medio nuestro hijo, que es lo único que verdaderamente importa aquí.
No voy a adornar nada: durante años me sentí atrapado en una relación que no elegí del todo. Hubo tiempo en que fui “el mejor” —el mejor papá, el mejor hombre— y después vinieron los maltratos verbales que, con los años, se fueron haciendo más sutiles y más largos. Cuando uno vive eso, las palabras se vuelven cuchillos; cuando se discute y la otra persona impone su versión sin escuchar, las conversaciones se desvían para recuperar “la pelota”, el control, el poder. Y eso cansa. Mucho.
Hay rasgos que no sé cómo nombrar mejor y prefiero no etiquetar a nadie; sí sé que hay conductas que duelen, que manipulan, que confunden. Y aun así —y esto es lo raro y lo honesto— me sigue sobrando empatía. Porque al final del día está mi hijo, y más allá de cualquier herida, el amor por él no se negocia.
Eya me miró con lágrimas (muy teatrales, pensé), y me preguntó: “Marce, ¿por qué me odiás?”
Le dije: “No te odio.” Y la pregunta volvió, y volvió, y volvió, como si repetirla fuera una garantía de verdad.
¿Qué quiere que yo responda a eso? ¿Que la realidad es una lista de agravios? Podría enumerar A, B, C, D… Pero la respuesta real es más simple: no la odio, no siento odio activo, siento cansancio, siento dolor, y sobre todo siento una necesidad enorme de que todos —ella, yo, la familia— miremos dónde ponemos al niño en medio de este fuego cruzado.
Mi familia es grande, compleja, con abuelos que a veces actúan como chicos, con tíos y hermanas que tienen sus propias heridas. Hay mucha histeria y mucha victimización por todos lados. Si suena duro, lo es: a veces parece que soy el responsable de todo, como si mi persona fuera el comodín de sus historias. Y sí, a veces me dan ganas de mandarlo todo al carajo. Pero ese no es el plan.
Como me dijo mi psicólogo Marcelo: debe buscarse los puntos de acuerdo. Esa frase me sigue. Me parece que podemos convertir bronca en chiste y juicio en aprendizaje. Me gustaría que esto fuera humor, humor artístico que invite a la reflexión, que deje a los padres pelotudos (o despistados, o autorreferenciales) con ganas de mirar lo verdaderamente importante: el niño.
Así que, en vez de incendiar, propongo encender algo distinto: la risa que cuestiona, la ironía que acerca, la autocrítica que cura. Se puede decir lo que uno siente sin convertirlo en guerra. Se puede poner límites sin destruir. Se puede pedir ayuda, componer un chiste y, de paso, acordar una forma de cuidarlo entre todos.
Mi hijo y sus primos son lo único que me salva de todo esto. Al resto de la ficción familiar —los roles, los rencores, las interpretaciones— que se arreglen como puedan. Yo me quedo con lo esencial: amor por mi hijo, ganas de hacerlo reír, y la intención de que crezca con menos dramas ajenos.
Cierro con esto: si usted es padre o madre y se reconoce en algo de lo que escribo, quizá la próxima vez que haya un choque con la otra parte, pruebe a buscar un punto de acuerdo. Hable en clave de humor si puede; pida ayuda si hace falta; recuerde que los niños no son campos de batalla sino mapas de ternura. Nosotros fuimos empujados a ser grandes a la fuerza —no es su culpa ni la mía—, pero podemos elegir cómo acompañar a los que vienen detrás.
Con amor eterno por mi pibe, y con ganas de que la familia entera encuentre, por fin, un poco de paz (y una buena anécdota para contar con risa).
…lo pensé antes de publicarlo. Voy a pensar antes de publicar el (2) que ya está escrito.
Deja un comentario