SACRIFICIO: un lento suicidio


“Quien nunca vivió su vida”

Fui criado para ser bueno.
Y la bondad, según me enseñaron, era dar.


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Dar tiempo, energía, dinero, comprensión, paciencia.

Dar sin preguntar, sin esperar nada, sin quejarme.

Dar hasta vaciarme.

Desde chico me quedó grabado que el amor se ganaba a través del sacrificio, que ser hombre era sostener el mundo sin chistar, que la felicidad de los demás era una forma indirecta —y superior— de alcanzar la propia. Así fui aprendiendo a poner a todos por delante: familia, pareja, amigos, incluso desconocidos.

Me parecía lo correcto. Me parecía noble.

Y funcionó, durante un tiempo, porque el mundo celebra al que se ofrece entero. Te dicen “qué gran tipo”, te palmean el hombro, te felicitan por tu templanza. No saben que, por dentro, te vas apagando despacio.

Porque hay una muerte silenciosa, sin velorio ni tumba: la del que posterga su existencia para sostener la de otros.

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No lo llaman suicidio porque se muere de pie, cumpliendo, con buena reputación y sonrisa funcional. Pero es un suicidio igual: lento, ordenado, socialmente aceptado.

Cada día te entregás un poco más, hasta que un día te das cuenta de que no queda nadie adentro.

Te morís sin escándalo, sin sangre, sin titulares. Lo llaman madurez, pero en realidad es resignación.

Me acostumbré a ser el que aguanta. A ceder, a entender, a sostener, a consolar. A ser el pilar, el punto firme, el que “no se rompe”. Pero cuando uno se convierte en pilar, deja de moverse. Y cuando deja de moverse, deja de vivir.

La piedra no sufre, pero tampoco siente.

Nadie te pregunta si querés seguir ahí sosteniendo un techo que ya no cobija nada.

A veces ni siquiera sabés cuándo empezaste a hacerlo; un día simplemente descubrís que todos se apoyan en vos y que, si te corrés un centímetro, todo se viene abajo.

Económicamente, sobretodo.

La verdad es que no me robaron la vida. La fui regalando, convencido de que eso me haría mejor persona. Pensé que la entrega era una virtud,

cuando en realidad era un abandono disfrazado de altruismo.

Lo que conseguí no fue amor, sino dependencia.

No gratitud, sino costumbre.

Y un cansancio moral tan profundo que envejecí por dentro sin haber vivido casi nada de verdad.


El mito del sacrificio

Nos vendieron la idea de que dar siempre es bueno. Que dar es sinónimo de amar.

Pero dar sin medida es una forma elegante de desaparecer.

Cuando uno se da por completo, el otro deja de verte: te convertís en parte del paisaje, en algo que siempre está. Y cuando llega el día en que te animás a decir “ya no puedo más”, te miran con espanto, como si hubieras cometido una traición.

De repente sos el egoísta, el ingrato, el loco.

Fuiste, mala, Baby. No Soy Eterno, Babi-eh!

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Porque el sistema que creaste —el de ser el salvador— no admite renuncias.

Así se fabrica el mártir doméstico. El hombre que paga, que resuelve, que espera, que repara.

El que se traga su enojo porque “no vale la pena discutir”.

El que se convence de que la paz familiar depende de su paciencia infinita.

El que llama “amor complicado” a una relación abusiva.

El que confunde cuidar con obedecer.

Y así pasan los años, envuelto en frases que suenan bien pero matan despacio: “Lo hago por ellos”, “ya va a cambiar”, “no me cuesta nada”.
Hasta que un día entendés que sí te costó: te costó la vida.

Yo fui ese tipo. Durante años.


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Fui el bueno, el sensato, el que pone el cuerpo. Me felicitaron por eso, me necesitaron por eso, me drenaron por eso. Y lo peor no fue lo que me hicieron; fue lo que me hice. Queme; lo hice.

Creí que amar era renunciar, que el deber era más importante que el deseo, que ser “responsable” justificaba no ser feliz.

Me convencí de que el tiempo era elástico, que todo lo que no hiciera por mí ya lo haría después.

Pero el después no llega.

Cuando quise volver a mí, ya tenía el alma seca y la espalda doblada.


El costo físico del alma hipotecada

No es una metáfora. El cuerpo paga. El sacrificio crónico deja huellas visibles: hombros duros, mandíbula tensa, sueño liviano, digestiones imposibles.

Cada silencio no dicho se aloja en algún músculo.

Cada concesión injusta se vuelve acidez, inflamación, insomnio. Vivís con una carga que no se nota, pero se siente.

No hace falta que alguien te golpee para estar lastimado; a veces basta con decir “sí” cuando querías decir “no” durante demasiados años.

Un día te mirás al espejo y no reconocés al tipo que te devuelve la mirada.

Como si estuvieras en una habitación donde no existe el tiempo (2021) .

Tiene tus ojos, sí, pero apagados. Tu postura, pero vencida. No sabés cuándo se te fue la energía, cuándo empezaste a perder curiosidad, deseo, alegría. Todo eso se fue fugando en cuotas, a cambio de un rol que ni siquiera elegiste. Y lo entendés, al fin: no fue un error aislado. Fue un sistema, un mecanismo perfecto que se alimentaba de tu buena voluntad.

Seguí Tu Pasión (Tus Pasiones)

Un sistema sostenido por tu culpa, tu miedo al conflicto y tu necesidad infantil de ser querido.


Las mujeres que manipulan y los hombres que se dejan

Hay mujeres que aman, que acompañan, que suman.


Y hay otras —más sutiles— que se alimentan de la entrega ajena.

No buscan amor, buscan control.
No buscan pareja, buscan víctima.

Por supuesto que los hay hombres.
Vampiros emocionales.
Agujeros negros de la energía ajena.

Y lo más perverso es que uno no lo nota hasta que está demasiado adentro.

Sonríen, agradecen, lloran, y de a poco te entrenan a responder a sus emociones como si fueran órdenes.

Te moldean.

Te prueban.

Te acostumbran a ser el sostén, el traductor, el escudo.

Yo tuve la desgracia de cruzarme con mucha gente así. No quisiera saber de porcentajes, pero será alto.

Además esa bondad es como un panal de abejas para las abejitas BAJADORAS DE AUTOESTIMA.

De egos supervitantes.

Y también la responsabilidad de haberme dejado. Porque no basta con señalar al otro; vos participás del juego.

Acepté ser “el bueno”, el que aguanta, el que paga, el que calla.

Y cuando quise salir de ese papel, la culpa fue un peso insoportable.

Porque cuando uno se acostumbra a dar, siente que recibir es casi un delito. Pero no lo es.

Lo que es delito es seguir soportando.


La juventud que no fue, la revancha que llega tarde

Fui viejo de joven.


Mientras mis amigos hacían música, viajaban, se equivocaban sin culpa, yo estaba planchando vidas ajenas.

Calculando gastos, resolviendo dramas que no eran míos, cumpliendo con rutinas que me dejaban vacío.

Mi juventud fue un turno extendido de madurez forzada.

Siempre responsable, siempre disponible.

Nunca libre.

Hoy, a los cuarenta, me miro y sonrío con algo parecido a la ternura.

Porque empiezo a ser lo que no fui: un pendeviejo, sí, pero con ganas.

Con hambre de vida, con la insolencia que me negué tanto tiempo.

Nunca quise convencer a nadie ni cargar con nadie.

No quiero ser ejemplo, ni refugio, ni salvador.

Quiero ser el protagonista de mi propia historia, aunque llegue al capítulo veinte para recién empezar.

Y sé que llego justo a tiempo. Todavía tengo cuerpo, todavía tengo voz, todavía tengo deseo. Y tengo una rabia nueva, una rabia que no destruye, que empuja. La rabia del que se cansó de explicarse. La del que al fin entendió que vivir para los otros no es amor, es miedo.


Reconstruirse sin pedir disculpas

No hay receta para salir del sacrificio.

Solo hay un día en que algo dentro hace clic.

– Click.

(en tu espalda una presión).

Un día en que decís “ya está”, y ese “ya está” suena distinto. No tiene gritos, ni lágrimas, ni dramatismo.

Es un cierre sobrio, limpio, como si por fin el alma respirara.

Y a partir de ahí, empieza el silencio. El silencio incómodo del vacío, porque después de años de llenar la vida de otros, la tuya queda en ruinas. Pero es un vacío fértil.

Por primera vez, hay espacio para vos.

Y en ese espacio, aparece algo parecido a la vida.


Aprendés a estar solo sin sentirte abandonado. A descansar sin culpa. A elegir sin justificarte.

Venís de? (YA NO SABE QUE HACER-.)

Redescubrís la música, la comida, el cuerpo, el sol.

Cosas simples que estaban ahí, pero no tenías tiempo para mirar.

Dar deja de ser reflejo y se convierte en elección.

Entendés que la empatía sin límites es autoaniquilación, y que ayudar no implica inmolarse.

Y entonces entendés, con una mezcla de bronca y alivio, que no era necesario morir por los demás.

Solo hacía falta vivir por vos.


Epílogo: el hombre que despertó

Algunos drenantes —narcisistas, cero empáticos, psicopáticos— descrean del perdón. No lo piden, porque jamás se sienten responsables.

No lo dan, porque para hacerlo tendrían que reconocer humanidad en el otro.

Y ahí está la paradoja: los que más daño hacen son también los que menos comprenden la palabra perdón.

Para ellos, todo es intercambio, deuda o manipulación. Por eso uno deja de esperarlo. El perdón real no viene de ellos: viene de uno mismo, cuando decide no seguir siendo su combustible.

No sé si la palabra es “perdón”. No creo que sirva pedirlo a quienes drenaron lo que yo permití que drenaran (y sobreviviente; porque también hay victimarios y víctimas pero a qué familia victimizar?).

Pero sí puedo perdonarme. Perdonarme por haber sido ingenuo, por haber confundido lealtad con sumisión, amor con sacrificio. Perdonarme por haber creído que ser bueno era lo mismo que ser invisible.

Así era antes de vos: Solo (2007) ay llorono, llorono.

Ya no quiero ser mártir, ni salvador, ni ejemplo.

Quiero ser humano. Quiero ser libre. Quiero vivir sin testigos, sin aprobación, sin mandato.

Quiero ser dueño del tiempo que me queda, que no es poco, pero es sagrado.

Y si eso me convierte en egoísta, entonces bendito sea el egoísmo.

Porque el verdadero egoísmo fue el de los que me quisieron útil, no feliz.

Fui el hombre que nunca vivió su vida.

Pero por primera vez, estoy empezando a vivirla.


Podés seguir por TRANSICIÓN: vivir dos vidas sin morir de ansiedad

Güelcome.

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